Natalia

Alberto Escobar

 

Agua y palabra.

 

 

 

 

 

 

 


El silencio no es mortal,
no es un muro enjalbegado
de dolor y añil —ayer te lo dije.
Estoy armando un barquito
de papel, lo he prendido
del mascarón de proa 
hasta la tensión superficial
del agua de este estanque.
Lo impulso con un leve papirotazo
—me he ahorrado los preámbulos
de rigor, no va conmigo romper botellas
de champán—; parece que esta mar
no lo rechaza, no sufre de momento
el ataque del sistema inmunitario
que yace al fondo de la masa de agua,
callado, esperando el justo segundo
para saltar sobre la pieza e hincarle el diente...
Natalia tenía por costumbre
escribir sobre el agua —Ginzburg—
y visitar a su psicoanalista
hasta que no le sirvió de nada
—se dio cuenta tarde,
cuando sus números empezaron a temblar
de frío constante y tenebroso.
Los editores, al olor del fracaso, pusieron
pies en polvorosa y la dejaron compuesta
y sin... Su relación con los hombres
fue disuelta en el silencio. Era para ellos
como cacao en polvo que brumea 
contra la frialdad de una leche blanca,
espumosa, quieta y con todo su espectro
colorífero sumido en un caos variopinto.
Decía insistente, en sus estadios de locura,
que la fantasía es a la libertad
lo que la memoria al dolor —por fortuna,
por entonces reposaba sobre las tranquilas
aguas de la calma cuando pronunciaba 
estas palabras porque su alzéimer arrasó
con cualquier atisbo de memoria 
que en remanso aguardaba rescate en su psique—,
y yo, entre lágrimas al galope por mis mejillas,
asumía asintiendo como quien lleva la corriente
a un tonto, solo por preservar la magia del instante,
magia que vale infinitamente más que la verdad. 
Siguió escribiendo en la tregua que le concedía
la desmemoria, y qué cosas escribía, por Dios...
Me recordaba, recién las escribía porque 
me las daba a leer buscando mi aprobación, 
a las pinturas negras de Goya; concebía al verlas
que la sustancia de la que partían esas frases
estaba hecha de la misma ceniza que el negror
avasallante de los cuadros que el genio colgó
en su Quinta del Sordo, cerca de Madrid.
Sí, le recalcaba; el silencio no es horror,
no es pecado sino libertad, es música y danza,
es hoja que aún verde cae, y ríe cayendo...

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