La Adulta Innombrada

Antonela Chiussi

La adulta innombrada

 

(De espaldas al púbico, con los ojos tapados con ambas manos)

-Uno, dos, tres, cigarrillo cuarenta y tres.

(Gira de un salto hacia el público)

- Cuando era niña adoraba este juego. No sé. Me imaginaba que al cerrar los ojos adquiría el poder de atraer a las personas hacia mí. A escondidas lo intentaba también con las cosas. Sí, con las cosas… con los objetos que me rodeaban. Pero nunca funcionó, claro. De más grande lo seguí jugando. En secreto. A solas. Ya no con las personas, ni con las cosas, sino con las palabras. Y más tarde con los recuerdos. Me iba inventando desafíos nuevos a medida que transcurría el tiempo. Para mantener vivo el entusiasmo. O para no olvidarlo. El entusiasmo es lo único que, a pesar de ser intangible, puedo agarrar bien fuerte. O quizás él me esté agarrando a mí, para no perderme en el olvido.

Siempre tan dramática, me decía… ¿cómo se llamaba? ¡Lo olvidé! ¿Pueden creerlo? Sucede que uno nombra las cosas que desconoce para poder conocerlas ¿no es así?

Yo repetí su nombre hasta el hartazgo- Su nombre… lo anoté en papelitos de colores y empapelé el cielorraso de mi casa; lo practiqué en jeringoso, de atrás hacia adelante y lo combiné con todas las palabras existentes que rimaban… Pero no hubo caso.

No recuerdo ese nombre.

Para ser honesta, me inventé tantos, que algunos quedaron en el tintero. Otros incluso, en la punta de mi lengua o de mi nariz.

Tan cerca y tan inalcanzables.

Ilegibles.

Invisibles.

De niña jugaba con las agujas de un reloj roto, las giraba hacia adelante imaginando que adelantaba el tiempo y entonces me convertía en adulta.

Y entendía…

Me miraba en un espejo y me explicaba lo que en ese momento no podía… 

Pero entonces… Un día, de repente, caminando por la calle, un niño me llamó “señora”, advertí entonces que había llegado por fin ese momento.

Recordé el juego y corrí de vuelta a casa. Me paré frente al espejo… y seguí sin poder explicarme nada.

Recurrí, sin más, a los nombres inventados, y desaté un tornado de papelitos de colores en mi habitación que se ahogaron rápidamente en un mar de lágrimas y gritos tronadores…

Y entonces… en cero otra vez.

Una adulta innombrada: adornada con un nombre que no la nombra y con todas las posibilidades desdibujadas, deshechas, desarmadas por estruendo de un relámpago epifánico que arrasó con las letras plasmadas en cuadraditos coloridos de ilusiones.

(De espaldas al púbico, con los ojos tapados con ambas manos)

Uno, dos, tres, cigarrillo cuarenta y tres.

(Gira de un salto hacia el público)

¿Siguen ahí? No los veo. Si están ahí, no hace falta que se acerquen demasiado. No es necesario. En serio. Ya soy adulta. Y sé que no tengo el poder de atraer a las personas, o a las cosas: ni siquiera a los recuerdos. Pero ustedes sí pueden mirarme ¿No es cierto? No dejen de hacerlo, por favor. Ustedes sí tienen el poder de nombrarme… Con el nombre que quieran, no importa, total ni siquiera yo lo sé.

Ustedes tienen el poder de rescatarlo del olvido.

Ustedes tienen el poder.

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