Caritas romana.

Alberto Escobar

 

El padre amamantado por su hija. 
—Sobre el poder de la Caridad romana

 

 

 

 

 

 

 


La cárcel fue envilecida a propósito, y no pudo ser.  

 

 

 

 

 


En esta ocasión —contra pronóstico—
no voy a traer este epígrafe a lo amoroso
—o al menos a lo parejil; como en lo último
se está haciendo acostumbrado. 
En esta ocasión voy a destacar la caridad
—la caridad con minúsculas, no el concepto
moral y frontispícico que en la sociedad
romana se le reservaba a esta señera virtud. 

Hago un espacio estético y tipográfico para anunciar un intento poético que deseo a la altura de una publicación decente:
—He empezado sin música de fondo pero la voy a poner finalmente, porque quiero ser hoy más poético que de costumbre en estas últimas publicaciones. Mi tendencia natural es a vagar libre en el espectro que vincula la Prosa y la Poesía —las pongo en mayúsculas por mi respeto cual géneros literarios, dejando al margen el Teatro, al cual respeto pero no tiendo hacia él con la misma naturalidad—, y en esta ocasión quiero colocarme lo más cerca posible del primer cabo de ese espectro —porque ante todo considero en mí más naturalizada la poesía por mi vivencia biográfica que la prosa, aunque lo más natural en el ser humano es la prosa por ser en prosa como solemos hablar —parece un galimatías... y noto que he utilizado demasiado la palabra natural, no sé que trasfondo psicológico puede haber en ello.
Sin más dilaciones voy al intento:

 

 

 

 

 


Antro miserable.
Un hombre en desgracia.
Los últimos estertores 
se anuncian en lontananza.
Un hombre se resiste,
se observa el punto y final 
de su historia, requiescat in pace. 
Una justicia que injusta espera
un desenlace, una queja final expira
—pero un suceso sorprendente
ocurre como por ensalmo,
una aparición en lo oscuro del tiempo.
Una noche que noche tras noche 
consagra la frecuencia de un amor ciego,
que se rebela a una justicia macabra;
un amor lactante, filial, resistente,
marmóreo, noche tras noche, oscuro,
esquivo, el carcelero es seducido,
ella paga con un amor falso el cerrojo
que se abre, que le permite el acceso.
El padre yace con un hilo de vida,
su espíritu es el de un pez sin agua;
el padre se sorprende, en primera instancia
no reconoce su rostro pero a continuación
calla, comprende y asiente en silencio.
Ella le cuenta que ha seducido a la noche
y que debe trasvasar la trampilla de acceso
cada noche para que reponga su vida.
Le cuenta sobre la belleza de su nieto
y sobre lo que a él se le parece con lágrimas
de alegría por una parte y por la otra de pena.
Ella le dice que está dispuesta a penetrar
cada noche este infierno si hace falta,
este traslúcido cieno propio de cloacas,
para galvanizar sus fuerzas y nutrirle cual cría. 
El padre tiembla de emoción, de desenlace 
y de muerte, levanta la cabeza y pone la sedienta
boca sobre una areola rosada y rebosante,
succiona con placer y dicha cual si bebiera gloria
y su barbilla se deja acariciar por un tibio blanco
que a su vez es motor y savia para su nieto,
y eso le reconforta y alegra más si cabe, sonríe...
El carcelero no da crédito a sus ojos. 
El padre resiste vigoroso el rigor de la circunstancia,
los jueces se llevan las manos a la cabeza
y los gerifaltes de la romanidad no aciertan 
a dar explicación a lo que parece un milagro...
El padre sale del tugurio sano y salvo. 
Su hija se conserva tras el anonimato, satisfecha,
y el carcelero —que se sintió apéndice enamorado
de la Caridad hecha mujer— reclama su cuota. 

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