UNA HISTORIA SENCILLA

alboreal

 

Después de un almuerzo fugaz, mi ánimo permanece sumido en la charca de la soledad. La voluntad oxidada por el sopor del sueño, deja oír el reteñir del teléfono.

-Sí.

-Hola, buenas tardes, ¿sabes quién soy?

-Claro.-contesto, intentando mantener quieto el balbucir involuntario.

-¿Cómo estás?

-Bien gracias. ¿Y tú?

-No tan bien como quisiera.

En ese momento flaquea mi falsa serenidad, y no puedo contestar de inmediato, como es mi costumbre.

-¿Estás ahí?

-Sí, claro.

-Ya sé que es una hora muy poco oportuna, pero no he podido reprimir las ganas de hablar contigo.

-No te preocupes, sabes que no duermo siesta. Te escucho.- No le digo las ganas que he mantenido encarceladas entre mi frágil voluntad.

-Pues eso, que te echo de menos.- Ahora era él, a quien se le raja la voz- ¿y tú? ¿Te acuerdas de mí?

-¿Qué tal va todo?- intento apartar la conversación fuera de los límites de mi fragilidad.

-No has contestado a mi pregunta.

-Bueno, hay momentos...

-¿Cuáles? ¿Buenos o malos?

-Afortunadamente el tiempo suaviza los malos.

-Me gustaría verte. ¿Y a ti?

-Bueno -contesto intentando mantener a raya la impaciencia.

-¿Voy para tu casa ahora?

-¿Ahora? No, es mejor que nos veamos en terreno neutral.

-Bien, dime dónde.

-Si quieres, puede ser en la cafetería que hay aquí, a lado de casa.

-Estupendo, voy para allá.

-¡Espera!- me tirita la voz.

-¿No quieres verme?

-Sí, pero estoy en pijama, y sabes lo coqueta que soy.

Mis pensamientos se fugan hasta el futuro inmediato, pensando todo lo que tenía que hacer.

-De acuerdo, son las cuatro menos diez. ¿Te parece bien a las cinco en la cafetería?

No me da tiempo a contestar. Cuelga. Yo me precipito al cuarto de baño. Tengo que lavarme el pelo, porque lo tengo recogido en una coleta desalentadora. Después de dúcharme, librar mi piel de alguna pelusa desconsiderada y darme un masaje con una crema perfumada para suavizar mi cuerpo.

Entro en el dormitorio sin querer mirar el reloj. Abro el armario. Voy sacando vestidos y dejándolos sobre la cama. Ninguno pasa el visto bueno. De pronto descubro la joya de la corona, un vestido sin estrenar, que no recordaba que estuviera allí. Blanco, con una especie de flores azules desorganizadas, que se vertían libres por el blanco reluciente. Guardo todos los demás, con aceleración.

Cuando me miro en el espejo contemplo con generosidad el resultado. No puedo controlar el vertiginoso corazón. Mis pensamientos corren hasta el momento del encuentro, luego se desplazan inconscientes al pasado, mezclándose como una locomotora desatinada. Me acuerdo de algo que leí. No sé dónde ni cuándo, pero en aquel momento se desplegó de mi memoria, nunca vivimos el hoy, los pensamientos circulan desde el pasado al futuro, sin tiempo para dejarnos vivir el presente.

Me siento renovada, segura de mí, como hacía tiempo que no me sentía. Bajo las escaleras más deprisa que nunca. No quiero llegar tarde, ni tampoco precipitarme y tener que esperar. Miro el reloj. Solo faltan cinco minutos.

Me tranquilizo un poco aminorando mis pasos. Lo imagino sentado. ¿Se levantará y vendrá hacia mí? ¿Me dará un beso o me alargará la mano? Las dudas se acumulan turbadas. Noto que me tiemblan las manos, me agarro con ambición al bolso que llevo colgado del hombro, como un náufrago a una tabla de salvación.

Llego a la cafetería, atisbando entre los grandes ventanales, ¡no lo veo! Mi seguridad fingida de serenidad se debilita. Entro, miro de un lado a otro. El desaliento se apodera de la entereza que acumulé con tanto empuje. Mis deseos y el nerviosismo me traicionan, no puedo dejar de mirar, desde la mesa que me encuentro sentada, la puerta de entrada.

Segundos, minutos, horas... no soy capaz de calcular el tiempo. Me tomo el café y pago. La debilidad es tan evidente que no puedo cumplir con la intención de salir corriendo, para protegerme en mi casa de tanta deslealtad. Pero, ¿y si le ha pasado algo? La lucidez vuelve para aclararme aquella hosquedad. Cojo del bolso el teléfono, con dificultad por los dichosos nervios. Lo abro. Un mensaje de WhatsApp con su lucecita verde guiñaba insistentemente. Era mi amiga ATS: -“Niña estoy en el hospital, Miguel acaba de fallecer.” Miro la hora del mensaje. ¡No podía creerlo! ¡Las cuatro menos diez!

Carmen Arjona Berral.

 

 

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Comentarios1

  • #Nauro Torres

    los baladíes pensamientos, los presentimientos, nos enajenan muchas veces. Y al constatar o constatarnos, en un abrir y cerrar de ojos, nos encontramos en una realidad dura, y a veces dolorosa.

    • alboreal

      Gracias amigo por tus comentario, tengo que reconocer que fue algo que me sucedió en verdad, aunque obviado un poco de dramatismo compasadlo con algo de literatura.



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