El Señor de Los Nopales

José de Jesús Camacho Medina

Era casi medio día. Los vientos de abril no invocaban a la catástrofe, ni tampoco creo eran mal augurio; me parece que solo anunciaban que estaban cansados del silencio que emanaba de las calles de Fresnillo. Me disponía a comprar pescado en cierta sucursal del centro del Mineral, la fila parecía interminable; tan interminable como un partido de ajedrez entre los dos más grandes exponentes de este juego o tan extensa como la sensación de los astrónomos al concebir la longitud de dos galaxias circunvecinas. Confieso que solo había visto este tipo de formaciones o filas en congresos académicos, inscripciones a escuelas y en reliquias en honor a santos patronos, pero nunca en una tienda donde se comercializaba el marisco. Estuve a milímetros de retirarme, a segundos del destierro de las filas que me harían conseguir el insumo para degustar de un rica comida horas más tarde, sin embargo; cambié de parecer, tomé mi lugar en aquel punto, me formé con la fe de un militar que se enlista por convicción, al final, -me dije a mi mismo-, -dicen los físicos que lo único eterno que hay es el universo- , ( y aún así tienen sus dudas). No me caería nada mal una ducha con el agua de la paciencia (la recomiendan mucho los sabios) más cuando en el mundo casi todos toman la píldora de la prisa. La fila fue avanzando más rápido de lo que algún inquieto investigador hubiera predicho en su hipótesis, aún cuando el parámetro parecía darle el micrófono a la voz de la demora por el hecho de que solo dos personas atendían aquel negocio. Alrededor del establecimiento; también se encontraban otros pequeños puestos ambulantes que vendían productos relacionados con la cuaresma; se vendían nopales, pipián, miel, pan y hasta queso. Fue entonces que en el trance de la espera; algo llamó mi atención de manera insospechada; como cuando la mirada de un niño se ve absorbida por la magia de un papalote que alcanza la altura que nadie imaginó. La escena era coloreada por un señor de quizás 55 años; quien se encontraba sentado en la parte trasera de la camioneta que había acondicionado como puesto ambulante, y donde vendía productos como la miel, el pipián y los nopales. El Señor pelaba algunos nopales con un cuchillo de tamaño promedio; raspaba la superficie hasta separar tales astillas y lo hacía con la tranquilidad del jilguero cuando despliega su canto sobre el mezquite o quizás con la devoción del artista al trabajar sobre el barro. Lo que más me llamó la atención fue el hecho de que no usaba alguna protección para sus manos, ni siquiera un par guantes eran parte de su ritual; con una mano sujetaba el nopal y con la otra parecía tocar un arpa y querer sacar algunos acordes al rasparlo con su navaja. Con la curiosidad del científico, me animé y arrojé una pregunta a la olla de aquel instante: - ¿Señor que usted no se espina?, a lo que él me respondió: -¡sí, siempre!, pero uno se acostumbra, y esto no es nada en comparación a pelar nopales de Duraznillo cuya espina es más dura de lidiar, tan dura como a veces es la misma vida, y finalmente afirmo: -¡ya me acostumbré!, - las espinas y yo hemos llegado a una especie de acuerdo. El señor de los nopales emitía su respuesta, un dictamen profundo y retórico con una dosis nada despreciable de sabiduría, su respuesta fue rotunda y eficaz como la sinceridad de un niño y directa y sin escalas como la moraleja de un sabio. Unas breves carcajadas cerraron nuestro diálogo, sus palabras fueron un caudal de filosofía al aseverar de que había un pacto de civilidad entre las espinas y él, y hacían el suficiente ruido para que se me abriera el grifo de la inspiración. Sus conclusiones fueron balbuceos de alguna poética que no tardaría en anclarse a mis ideas. Ya en mi casa, tomé el lápiz y el papel y esparci lo que me acababa de revelar aquel suceso, caí en la cuenta de que la espera en aquella fila había valido la pena, no era esto la consolidación de un seminario o algún discurso para dar consejo, solo afirmo que llegué por pescado y me fui con la impresión de que el universo es como una espina; y que hasta en la espina hay lugares suaves, coordenadas tersas que aguardan entre sus campos algún arrullo, que las espinas en el mundo saben de pactos y amnistías, y que como texturas de caos también saben ser un ápice que escribe mensajes y son capaces de dibujar al fruto del aprendizaje. Me fui con la sensación de que la espina es necesaria en la vida, de que es también una flor que hay que aprender a observar desde el ángulo que casi todo el mundo ignora.

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