La niebla y la sombra

J. Moz

Abatido en el piso,
con el alma hasta los pies,
él observa cómo se le va la vida,
mientras llora y llora en esa cárcel negra.

El tiempo se ha extendido infinito
desde que llegó esa bestia.
Su vida se deshace a cada instante
y los hilos de su fe se desbaratan.
Solo queda el llanto. Y el grito.
—¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?

Abatido, arrojado en el piso,
con la pijama desde hace días,
sin bañarse, sin comer,
se ahoga lentamente con sus lágrimas:
lágrimas negras,
lágrimas de sangre,
las mismas lágrimas de ayer.

Ciego, intenta volar,
pero solo se arrastra
en su propio lodo.
Hace tiempo que se enreda
con la misma sombra.
Hace tiempo que se viste
con la misma niebla.
Hace tiempo que se ahoga
con las mismas voces.

Ciego de sí.
Ciego de Dios.
Ciego ante todo.

Arrojado en el piso,
con el alma hasta los pies,
él observa cómo se le va la vida,
mientras llora y llora en ese infierno negro.
—¿Por qué yo? ¿Por qué a mí?

Futuro:
cuchillo que hiere,
tormenta de sangre, de muerte.
—No me maten. Por favor, no me maten.
Pero las voces
no lo sueltan, no se callan.
Aprietan hasta sangrar.

El infierno ha trastocado
lo que mira en el espejo.
—Ese no soy yo. No soy yo.
Pero el espejo no miente.
Ni la niebla
Ni la sombra.
Ni las voces.

La ventana le queda cerca.
Desde ahí la ciudad se observa
pequeña, lejana, reconciliadora.
Él se levanta, camina,
se sacude la bestia que
le camina por el cuerpo
y se asoma:
nunca tanta altura
fue signo de liberación.

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