Mi campo de futbito.

 

Así era para mí...

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Han pasado casi veinte años.
Lo rondo casi a diario —en ocasiones de cerca, en otras
de lejos, según cruce el parque—. Ahora —desde hace
unos años— es un recuerdo dorado en mi memoria,
es —si nos atenemos a la física de la realidad— un erial
desgajado de sus cimientos, con el cemento de sus losas
pronunciando un sigiloso réquiem que solo puede ser
escuchado por aquellos que tuvimos parte en su trayectoria.
Han pasado casi veinte años desde que dejé de correr sobre
él, cuando la pelota que acompañaba el escaso tacto de mi
botín se dio por pinchada para los restos —casi dejé de
jugar cuando el amor me alejó de sus porterías—.
Ahora lo vuelvo a ver, inexistente, fungiendo de área de
descanso de los coches de aquellos que entran a jugar en
el campo de fútbol que siempre —y ahora remozado y verde—
lo ha flanqueado, con el único testigo de sus vallas bajas
herrumbradas como pregonero de su pasada lozanía —
por cierto, sigo teniendo un recuerdo de esas vallas en la
piel de la tibia izquierda en forma de cicatriz—.
Fue en ese terreno de juego donde soñé con ser el futbolista
que nunca fui, donde demostré mis cualidades —según el
decir de algunos—, donde gritaba, tocaba, circulaba, paraba,
arrancaba, cabeceaba, discutía, reía —no recuerdo que llorara—
maldecía a la virgen y toda su casta, y hasta —una vez—llegué
a las manos con quien tenía más ínfulas del equipo contrario —
un maradona venido a menos (por cierto, aprovecho esta
mención para trasladarle a la familia mi más sentido pésame),
nunca me ha gustado la gente ufana—.
Por más días que pase y lo vea —lo seguiré viendo porque paso
por el parque casi a diario— nunca —más bien al contrario—
se me va la añoranza de aquellos tiempos, tanto que me tienta
volver a jugar —hace poco vi unos jóvenes jugando—.
Así fue como fui lo que quise ser en los albores de mi mismo.
Diez años...
Hace casi veinte de esos diez años.