Para Henrito.

Anabell López Rodríguez

Cuando era pequeña podía correr descalza y salvaje,  era feliz.
Mi madre repetía todos los días el mismo discurso: las niñas se peinan, no corren con los varones, no tiran piedras...se desgastaba la pobre, pero yo era feliz.
Cuando era pequeña al regreso de la escuela nos reuníamos en la calle, cualquier cosa nos distraía, pelotas, papalotes, trompos, carriolas, bicicletas, los escondidos, el pega pega. Era imposible que los vecinos durmieran la siesta, 21 niños malcriados gritando a todo pulmón que eran felices de ser niños.
Cuando tenía tu edad no había tecnología, o sí, la que inventamos nosotros, con dos pomos de medicamentos amarrados con un hilo para hacer una yunta de bueyes para arar la tierra, así pasamos las tardes enterrando los pollitos que morían en el patio de la casa.
El único televisor que existía era el de mi abuela, en colores veíamos las imágenes que todos los días se repetían, sentados en el suelo de la sala, había que apartar los muebles y algunos se quedaban fuera en el portal desde la ventana. Éramos como los mosqueteros pero éramos muchos más.
En los tiempos de verano robabamos los mangos y anoncillos de las matas de mi bisabuelo, a veces ni los comíamos, era solo por la maldad de seguir siendo niños.
Muchas piedras que tiramos contra las puertas cerradas en las noches y corríamos a escondernos, más de una vez alguno de nosotros salió accidentado, hoy pienso que algo más allá de mi comprensión nos protegía, pudo haber Sido peor, pero solo rasguños en las rodillas, una que otra pedrada en la frente, o perder los dientes contra el suelo, a lo que nosotros mismos nos alentabamos: no llores es para crecer.
En las tardes cerrabamos la calle de lado a lado con una cinta que mágicamente en nuestras cabezas llenas de piojos era una fantástica red para jugar voleibol.
Los adultos no nos comprendían, quizás como hoy no te comprendo yo a ti porque he crecido y he olvidado muchas cosas .
La que siempre nos trato con paciencia fue mi bisabuela, era una santa, colaba el café en jarros de a litro y nos llamaba para que merendaramos con alguna galleta y otros dulces que en aquel tiempo llamábamos trancabuches, por lo duros que eran. Su casa era nuestra guarida, ahí podíamos hacer a nuestro antojo, le hicimos maldades también claro, nadie se libro de nuestras travesuras. A escondidas cogíamos de su cocina unos cartuchitos de azúcar blanca, hoy se que son para endulzar el café, pero en aquel tiempo eran la más rica golosina que teníamos a mano, por más que se empeñara en ocultarlas éramos como cokers rastreando en los aeropuertos.
Por Dios, que nostalgia.
Fueron tiempos muy grises, mis zapatos y los de mis primas fueron echos por mi madre en su máquina de coser, la suela de recamara de bicicleta y la parte de arriba con retazos de un abrigo de corduroy rojo con flores amarillas, si pasabas por un charco te ensopabas los pies.
No había mucho material que compartir, miseria y hambre por igual, pero no recuerdo en los tiempos que le sucedieron otra etapa más feliz.
Quizás porque a través de mis ojos de niña pude ponerle colores al triciclo que era rojo, en el que nos lanzamos loma abajo y sin frenos 8 niños y su chofer particular, quizás porque el camión de Oreste era la hora más esperada de la noche donde nuestro viaje más largo duro apenas 2 minutos y luego teníamos que subir la loma a pie. O porque el proyector de Magalis con sus cuentos rusos nos tegio sueños maravillosos para la hora de dormir . O porque mi graduación de sexto grado llevó un hermoso vestido color rosa con su chaleco bordado en lentejuelas que mi madre cosio en su máquina singer, y que nadie en todo el mundo tenía uno igual, pues fue echo exclusivamente para mí. O porque la única ducha que conocíamos era cuando el tanque de la loma que mide más de 8 metros de alto se desbordaba y allá íbamos todos con bikinis y pelotas, los chorros caían con tanta fuerza que a veces pensé que me iban a abrir la cabeza, y allí mientras jugábamos se dibujaban arcoiris en el metal producto a los rayos del sol y el agua que caía, o quizás resultado de algún mito de los tantos que rodeaban este tanque maravilloso.
No puedo decir en qué momento deje de ser niña, un día me ví vistiendo uniforme de secundaria y dibujando corazones en mis cuadernos y al otro ya todo había desaparecido detrás de mi. Regresa mi infancia solo cuando nos reunimos a contarnos nuestras propias historias, muchos de nosotros ya ni nos vemos, apenas nos saludamos con frialdad desde la distancia, como si fuésemos extraños, después de tanta complicidad y de crecer como hermanos. Pero ahí está la loma, y el tanque y hay otros niños que juegan, que hacen travesuras y que también un día crecerán.
Hijo mío ahora que te miro me da pena tu niñez, tan llena de todo y tan vacía a la vez, al menos así lo siento yo cuando comparo. Podría contarte miles de historias, pero tu infancia y la mía no se parecen en nada y no puedo revivir a través de ti un tiempo que ya pasó y que extraño casi todos los días de mi vida. Pero te dejo estas palabras por aquí, porque un día no estaré más y no quiero que se pierdan, necesito estar segura que por muchos años que pasen, alguien hablara de nuestras travesuras y sonreira. 
Tu has Sido un niño de tu tiempo dónde se llenan los vacíos con regalos y los amigos no son importantes. Antes de que sigas creciendo quiero hacerte este regalo,  permítete darle un beso al niño que llevas dentro y no has dejado en libertad, quiero que bailes, corras, brinques y hagas muchas maldades, quiero que antes de volverte adulto te permitas ser feliz.

  • Autor: Anabell López Rodríguez (Offline Offline)
  • Publicado: 19 de noviembre de 2020 a las 12:01
  • Comentario del autor sobre el poema: No es un poema, es un llamado a rescatar la inocencia y la niñez. Dedicado a mi hijo y a todos los niños del mundo que hoy dejan escapar su infancia detrás de pantallas. Es un problema que nos concierne a todos. El escrito tiene palabras muy cubanas, de no entender pueden preguntar y yo las aclaro con mucho gusto. Saludos.
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 21
  • Usuario favorito de este poema: Lualpri.
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