... CONTRA EL COVID 19 (Relato)

Luis Alvarez

 

            Juan de la Cruz era un hombre perteneciente a lo que algunos teóricos, tal vez sin fundamento científico alguno, han denominado el ‘pueblo llano’. Sin embargo, dotado de grandes destrezas intelectuales adquiridas a través de muchas estadas muy cercanas a otros estratos socioeconómicos diferentes al suyo. Igualmente, a grupos intelectuales de su pueblo. Tal situación hacía que poseyese una cultura general bastante aceptable. Cuando apareció la pandemia del actual coronavirus e informado por los medios de difusión masiva, de la potencialidad destructora que el virus poseía, Juan de la Cruz decidió que él no sería una víctima más de la monstruosidad engendrada en Wuhan, ese nefasto lugar del Oriente. Del Oriente del universo, se entiende.

            Para cumplir fielmente con sus propósitos se dispuso a conocer todas las características, peculiaridades, pros y contras del virus y que apareciesen en los medios. Supo, por ejemplo, que además de los síntomas canónicos: insuficiencia respiratoria, fiebre y tos seca, que un científico francés y otros que lo secundaban habían realizado algunos estudios en los cuales habían sido descubiertos otros síntomas que no habían sido diagnosticados antes. Entre ellos figuraba la anosmia (pérdida completa o parcial del sentido del olfato), la coloración azulada de la piel, el daño alveolar difuso y otros nombres de indiscutible desconocimiento por parte de los profanos en las ciencias médicas. Así, oyó hablar de la olfacción. De la anamnesis, de la presbiosnia, de la corticoterapia y otras tantas que es preferible no aliterar, para no alterar la paciencia de los lectores.

            Después de todo este background de conocimientos que en su puta vida había pensado tener, pasó a lo más importante: qué hacer para no sucumbir ante la enfermedad. Y fue aquí cuando empezó el rosario de sacrificios necesarios, según él, para cumplir con el cometido que se había impuesto.

            Un día oyó a un químico peruano que dijo que lo más elemental, y menos costoso, para luchar contra la nueva enfermedad, era hacer gárgaras con sal. Y mostraba cómo hacerlo. Con esto, la sal modificaba el potencial hidrogeniónico de la saliva y producía un campo alcalino, el cual representaba un soldado contra el mal, ya que este detestaba la alcalinidad. Así, el virus no se reproducía y, a la postre, moría. Juan de la Cruz no lo pensó un instante. Hizo todo lo que recomendaba el químico y se preparó para estar siempre campante dentro de los acontecimientos que constituían el momento.

            Otro día oyó a otro químico, esta vez ecuatoriano, quien recomendaba tomar seis limones, pelarlos, exprimirlos, comerse la pulpa ya sin jugo y hacer gárgaras con este y, al final, tragar dicho jugo. La enorme cantidad de vitamina C que poseía el limón era suficiente para prevenir la enfermedad y detener su alcance, en el caso de que ya haya contagiado a alguien. Con la misma conducta anterior, Juan de la Cruz cumplió encarecidamente dichas indicaciones. El resultado fue que el limón acabó con el estado de alcalinidad que ya su garganta poseía y la dejó abierta para la acción destructora del virus.

            En otro momento cualquiera del desarrollo de esta historia, oyó a un autor empresario que sostenía que lo más importante era dotar de mucha energía al cuerpo, para que este se defendiese solo. De la misma manera, sostuvo que la fuente fundamental de la energía eran las frutas. Por ello, aconsejó comerse cuatro cambures en el desayuno, cuatro naranjas y dos mangos en el almuerzo y una piña con cinco guayabas, en la cena. Al principio Juan de la Cruz dudó un poco, dado lo extraño de las cantidades, pero como él había decidido combatir la enfermedad a toda costa, hizo tal dieta durante tres semanas y media. El almacenamiento de tanta cantidad de frutas en su organismo hizo que se le alzasen descomunalmente los índices de glucosa en la sangre y le provocara una diabetes, tipo 2, horrorosa. Esta enfermedad es una de las de alto riesgo, para la adquisición del covid 19.

            En el mismo programa de opinión, otro autor empresario, también vegetariano, contradijo al anterior, pero en lo concerniente al tipo de frutas. Este señor aconsejó que, durante un mes, se tuviera una dieta integrada por ocho manirotes, diez maniritos, una porción considerable de punteral redondo, otra similar de punteral larguito, media cuartilla de guamachos y dos cuartillas de guásimos. El valor energético de todos estos vegetales juntos era capaz de crear la energía que el cuerpo necesitaba para su autodefensa y evitar así que el virus entrase en el cuerpo y produjese los destrozos que, tantas veces, había leído cuando decidió enterarse de todo lo que implicase el conocimiento de la enfermedad en referencia. Nuevamente, Juan de la Cruz entró en sospechas, pero como él era de San Casimiro, un pueblecito piedemontés del Sur del estado Aragua, en Venezuela, conocía muy bien lo delicioso que eran todos y cada una de las frutas enumeradas por el citado señor. Recordó el grado de placer que obtuvo siendo niño, adolescente y joven, al comer un manirote, un manirito o degustando los punterales.

            Parece ser que el autor empresario número dos desconocía que el dulce del punteral redondo eliminaba el ácido del punteral larguito y, a falta de ácido, el covid podía atacar. Desconocía también el mencionado autor empresario que, según unos científicos asiáticos, el manirote, el manirito, la guanábana, el riñón, el anón y todos los integrantes de esta deliciosa familia de frutas, poseían un componente, hasta ahora desconocido, que estaba íntimamente relacionado con los corticoides y, por supuesto, la corticoterapia era lo menos recomendado para combatir cualesquiera de los coronavirus, hasta hoy conocidos.

            Así, Juan de la Cruz iba de mal en peor.

            Finalmente, cuando optó por ir al hospital y acabar definitivamente con la automedicación, el gobierno decretó que solamente aquellos contagiados que estuviesen en las últimas condiciones fuesen a la consulta médica regular; los demás que permanecieran en sus casas, para evitar la aglomeración masiva de seres humanos en los centros de salud. Juan de la Cruz decidió esperar hasta que consideró que ya tenía hasta la piel azulada. Hizo llamar una ambulancia, para que lo trasladase al hospital. Esperó, esperó y esperó…

            Su hermana Carmen Ramona le dijo que ella le solicitaría auxilio a su vecino Oswaldo Enrique, quien poseía un automóvil y podría hacerles el favor. Ella estaba segura de lograrlo. Su desesperación fue mayor, cuando bajando en el ascensor, este quedó varado entre el cuarto y el tercer piso. Se había ido la luz y preocuparse por alguien arrestado en  un ascensor que ni siquiera emitía señales para pedir ayuda, era lo menos preocupante para los habitantes de su edificio. Después, otra realidad: Oswaldo Enrique tenía más de una semana con su coche estacionado por falta de gasolina.

            Dos días después, Luis Alberto, un viejo amigo de Carmen Ramona, la avistó en una callejuela de Caracas. Casi no la había reconocido. Ella portaba un gorro negro, protectores para los ojos, un barbijo gris. Al asegurarse de que era ella, le inquirió sobre la salud de Juan de la Cruz.

  • Oye, he sabido lo de la enfermedad de tu hermano, cómo va su salud.
  • Ella, sin alzar la cabeza y, de hecho, cabizbaja, el primer recuerdo que le vino a la cabeza relacionado con aquel amigo fue el de que, precisamente, había sido él quien la había convencido para que votara por Chávez, luego escuetamente le respondió:
  • Ayer lo cremamos.
  • Autor: Luis Alvarez (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 15 de abril de 2020 a las 00:16
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 36
  • Usuario favorito de este poema: alicia perez hernandez.
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