"El sueño de la razón engendra monstruos"

Antonela Chiussi

 

Él no conocía el no.

Y nadie, en aquél pueblo casi perdido en la montaña, de casitas de madera, flores que rebalsan balcones y tumbas geométricamente bien dispuestas en el pequeño cementerio, conocía nada (o al menos eso se fingía) de sus antepasados.

De lo que sí estaban seguros de manera unánime era de que, por alguna razón (de la que nadie se atrevía a cuestionar, al menos en público), bajo ninguna circunstancia se lo podía contradecir, por más argumento válido o comprobado científicamente que se tuviese.

Tal es así, que por ejemplo, si se estaba cayendo el cielo de tormenta y a él se le ocurría, comentar al pasar, que el Sol rajaba la tierra, uno debía asentir con la cabeza, acompañando el gesto con un leve agite de brazos y manos, y hundimiento de pecho, exhalando pesado, como señal de complicidad.

Como éste era uno de sus comentarios más frecuentes, los habitantes del pueblo solían ensayar el rito en familias, grupos de amigos, o frente al espejo, en el caso de los más solitarios.

Es cierto que este buen hombre salía muy poco de su cabaña, poco y nada, a decir verdad. Pero cuando lo hacía, se revolucionaban hasta las tumbas.

De modo que nadie sabía lo que sucedía dentro de aquella casa de techos altos y ventanas diminutas, y él desconocía lo que realmente pasaba del otro lado de su puerta.

Fue muy difícil de percibirlo.

No solo porque todo sucedió de manera gradual, sino porque además de lo imperceptible del principio, uno solía guardar cierta distancia prudencial, cuando se lo cruzaba, casi de improvisto, en aquellas callecitas de recovecos y piedras de múltiples tamaños de un gris verdoso.

Pero a medida que sucedieron los años, ya desde lejos se le empezaba a notar.

No solo los jóvenes que todavía conservaban su vista de lince, tenían el privilegio de darse cuenta, sino también los más ancianos, aún habiendo olvidado sus anteojos culo de botella en el cajón de la mesita de luz.

Él era él, eso estaba claro. Pero, a su vez, y por más contradictorio que esto parezca, él ya no era él.

Lo poco que conservaba de manera idéntica e ineludible eran sus gestos y los comentarios acerca del clima, del tiempo o de revelaciones matemáticas, que por supuesto nadie entendía, aunque todos dieran la razón.

Pero su tono de voz no era el mismo, se agravaba con cada palabra expulsada, los ojos le ocupaban medio rostro, las orejas le llegaban casi a los talones y la boca le daba vuelta hasta la nuca.

Sin embargo, la normalidad de su andar, a paso calmo pero seguro, y su temple al respirar, volvía más difícil de encontrar (al fin) una buena excusa para preguntar, cuánto menos, si todo andaba bien.

Quién primero se atrincheró, fue el sacerdote. Cerró los portones con candados, descolgó la campana del campanario y se automedicó beber una cucharada de agua bendita antes de cada desayuno.

Poco a poco, (y el orden ya no importa), fueron huyendo todos los vecinos, entre las montañas o en canoas improvisadas, a través del lago, que para ese entonces comenzaba a congelarse.

Los últimos que lo vieron, contaron que continuaba con sus caminatas disruptivas, frenando cada tanto en alguna esquina para hacer sus comentarios pertinentes, y permanecía a veces horas allí, sólo, frente a la nada, a la espera de vaya a saber qué cosa.

El tiempo pasó y una noche de verano, lograron reunirse en asamblea todos los habitantes del pueblo, ya más viejos y menos asustados, decidieron regresar, por pura intriga.

Todo se conservaba intacto, tal como lo habían dejado.

Nadie se atrevió a entrar en aquella cabaña de techos altos y ventanas diminutas, por mera superstición, pero dieron por sentado que ya nadie la habitaba.

En ese encuentro, también, se develaron muchos secretos, como que el sacerdote en realidad, había escapado por la puerta de atrás y que lo del agua bendita había sido puro cuento, o que nadie huyó en balsas improvisadas a través del lago, ni mucho menos entre las montañas, sino que todos partieron sentados cómodamente en distintos vagones de un tren, que quedaba apenas a una hora a pie del pueblo.

Lo que nunca nadie supo, jamás, fue que lo único que estuvo deseando, este buen hombre de piel blanca y huesos prominentes, durante toda su vida, de manera paciente pero persistente, en cada comentario seguido por una espera inagotable, fue que alguien, al menos por una vez, o una milésima de instante, lo contradiga.

 

 

 

 

 

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