Muerte en Rocamadour

Jorge Briceño

Carmensita y yo nos poníamos a jugar a los dados.

Decíamos a viva voz, el que saque ocho veces menos de ocho lava los trastes y prepara el café.

Por conciliación de las partes, todo los jueves poseía yo el beneficio de lanzar primero —por no se cuál cuento del sexo débil, el resto de la semana lo hacía ella—, acaso por la pata de conejo que llevaba puesta desde que mamá se dedicó a la caprichosa y vieja máquina de coser, mis cinco primeros lanzamientos los dados sumaban nueve y diez.

Antes o después, uno de los dados de la mesa saltaba y se iba de travesía bajo la cama. Cuidado con el alacrán, la vieja gritaba.

En los cuarenta y tres años que llevaba viviendo ahí, nunca había visto tal alimaña.

Terminamos el juego, y antes de que pudiera de la mano tomarla, mi vieja se murió sin darme tiempo de amarla.

¿Qué pasa vieja?. Le consulté como quién da la hora o los buenos días.

—El alacrán viejo, el alacrán me ha mordido.

Y así fue, un martes treinta mi vieja me dejó.

He estado aquí, en el suelo, en espera de que el condenado salga a entregarle el aguijón al sol.

¡Oh carmensita de mi corazón, tu que te dejaste llenar el rostro de arrugas antes que de mis besos, debiste haber muerto de amor, por un buen vino amargo o por el aleteo de un picaflor!

Ahora estas muerta, tercamente muerta.

No nos mató la monotonía, ni esos años en que estuvimos sin estar, la vejéz ni nuestro incontable madrugar.

No me he duchado en casi cuatro meses, después de todo nadie vive por aquí, ni querrá vivir.

Oh mi carmensita, este es definitivamente, el lugar perfecto y la mejor excusa para morir.

 

  • Autor: Jorge Enrique Briceño (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 21 de abril de 2019 a las 03:07
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 27
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Comentarios1

  • Ricardo Domínguez

    Me encantó, con todo y ese cariño que le pones a la melancolía. Admirable, muchas felicidades.



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