"Ester, la estereotipada" (cuento)

Milo T

 

 

 

 

 

Caminaba de memoria por senderos hostiles, acusatorios de vergüenzas propias en pieles ajenas. La construcción foránea de una identidad extraña, difícil de aprehender para filósofos de toga encogida por tanta húmeda falsía, pregoneros de una moralina oxidada, en una ciudad olvidada.

Era en rigor, un pueblo chico. Sí, vayamos despacio, ya se lo había dicho la profesora de literatura: se impone situar el marco fáctico, lugar de los hechos, toponímico, mesológico  y un largo etcétera, etc. Se trataba de….no, creo que no voy nombrarlo; es que este solar sin sol, ahora es fértil morada de descendientes de antropófagos de los libres pensantes; entre quienes creía encontrarse. Un día, sabía, iba a comerse a un caníbal.

La mañana era propicia para seguir en la cama, la noche había transcurrido en calma, era sin embargo una serenidad tensa, de aquellas en las que el crickear de los grillos, el croar de las ranas, son las música que preludia una segura tormenta. Lluvias que arrecian al oeste de estas pampas para felicidad de los estancieros, para desgracia de los orilleros y de aquéllos, que ahora ven ruinas donde antes prosperidad. Ocurre que cuando el agua clara del cielo llega arropada con su inexpugnable mascarón diluviano, allí donde se vistió de gala para el agrónomo festín productivo, muestra su faz destructiva, dejando no precisamente un campo apto para el pastoreo, idóneo para la fiebre sojera, sino, antes bien, desolación, tristeza y muerte.

Pero no, el alba de ese feriado de abril lo sorprendió  sin precipitaciones, no hubo tampoco desayuno acompañado con tostadas y con pubis, preferentemente bien empelusado.  Quería encontrar algo en un ombligo, tierra de la nuestra, de la que sea, rojiza misionera, oscura bonaerense, árida sureña, porque al fin no había límites ni fronteras, mojones demarcatorios, un ombligo argento, japonés o finlandés, era a la postre la cicatriz primaria. ¡Sí, estar allí!, con su boca, donde antes hubo cordón umbilical, ahora era yo el que me quería alimentar en los vestigios gestacionales que determinaban esa sensual hondura de mujer. También se lo habían explicado tempranamente en la escuela: mutualismo, me nutro, querida mía, con lo que a vos te sobra; te lavo, sano, limpio, mi amor, y tu mácula, es mi satisfacción.  

Cuando por fin pudo recordar su condición de bípedo, decidí salir de mi horizontalidad y se echó a andar un rato por la ciudad, ese pueblo, ese tribunal que juzgaba -sin apoyo en ley alguna- su existencia desde la antigüedad hasta nuestros días, como leyó alguna vez en los diarios de Pizarnik.

 En la calle de ese otoño de 19… la cruzó a ella, por primera vez. La flaca propagaba cierta luz bohemia, vestía de una manera despreocupada, deliberada o no; lo cierto es que a pesar de su estatura discreta, más bien baja, daba la apariencia de una esbeltez que llevaba dentro de sí, como si portara cierta prosapia, alguna alcurnia de vaya a saber qué patricios criollos o nobles europeos. Orgullosa, se movía acompasando en tal acción su cintura, adelantaba una pierna, parecía que aquí se interrumpía el tiempo y luego articulaba la otra. Claro que esto acontecía sin solución de continuidad, mas por un extraño reflejo del asombro, en mi cabeza la imagen se detenía, desafiando el rítmico y marchoso derechaizquierda, derechaizquierda. Era extraño, sumamente portentoso, porque la pierna que adelantaba se pausaba en mi mirada alucinada y la otra extremidad, diestra o siniestra, se quedaba congelada en su rezago, pero la graciosa peatona gesticulaba, movía pupilas y labios a un tempo normal. Se paralizaba en su delirado mirar el andar de la transeúnte por la avenida H. Conti, pero el rictus danzaba al compás de sus pensamientos, de sus emociones. Pongámoslo así, esta flaca, se dijo, caminaba, pero en una operación mental de él y vaya uno a saber bajo qué alquimia, las tersas piernas de la mina se movían al tiempo de blancas en lugar de negras. Suponiendo que cuatro estiradas baldosas son un compás en un pentagrama intitulado avenida, cuadra o recorrido X, son cuatro movimientos de piernas, dos derechas y dos izquierdas; pero esto no era así en su apreciación: ella estiraba una pierna (una negra), levitaba el siguiente tiempo (silencio de negra), estiraba la otra (otra negra) y así, pero sus mohines se agitaban en corcheas. Era de suponer que su pensamiento era veloz. Ya conocería del mismo.

   La flaca traía consigo un cuaderno, como este era de aquellos de alambre en espiral, pero de los alargados, ochenta hojas de treinta y cuatro líneas, me dije que si tal vez lo rozaba en la parte que sobresalía, la que daba a la calzada (aquí cabe apuntar una originalidad en esta mujer, porque generalmente las tipas cuando circulan en plan ejecutivas se acomodan contra el pecho su carpeta, folio u objeto que sea con geometría rectangular. Aquélla no, portaba su cuaderno -ahora recordaba él, tenía tapas color ocre, mezclado con un ligero sambayon- como si fuera un maletín masculino; no obstante, era dueña de un lenguaje gestual marcadamente hembril). Decía, que si con una simulada torpeza tocaba la saliente del cuadernillo con su codo justo en aquél  preciso instante en que ambos formaban una línea recta perpendicular a H. Conti, con suerte, lograría pedir disculpas y conocer su voz. La fortuna estuvo de su lado, porque en aquella inaugural jornada conoció su decir, su modo pausado, como con una sabiduría escondida o reprimida. Es que daba la sensación de que se guardaba para sí un razonamiento que no era actual, no era de su tiempo ni de su edad, estaba en otro lugar. Con ella siempre fue así, luego se le presentó cristalino, del mismo modo que su caminata desfasada en el cronómetro, las palabras llegaban a su abril otoñal del siglo en cierre, pero sus ojos (¡oh, ventanilla del alma!), no eran siquiera decimonónicos, ¡eran atemporales!

La suerte no podía asistirme más ese día, porque al producir intencionalmente el roce, tomó a su vez vigor el efecto colateral no previsto, el cuadernillo sambayon se desprendió de su mano, abriéndose en la caída, para quedar finalmente alojado junto al cordón de la acera. La página visible rezaba:

¿quién sabe que vives?

¿quién sabe qué pides?

sólo matan tu color

sólo matan tu inocencia

 

¿dónde está mi Dios?

¿dónde está mi gente?

sola en este mundo

sola y sin creencias.

 

Descubrió ella mi vista fija y asombrada en esos versos. Presurosa, se agachó flexionando sus rodillas y su culo sobre los talones, recogió su cuaderno de notas y antes de erguirse alzó sobre él una mirada de amonestación. ¿Se había contrariado por su (fingida) torpeza al chocarla?, me pregunté entonces. Hoy sé que su hallazgo fue lo que la alteró. Claro que enseguida pensé: esta flaca es poeta, versos existencialistas, y eso precisamente la había sacado, quedaba desnudo frente a él su interior protegido, ese lirismo que era el arma para defenderse de los pseudo jueces, los de la señalada toga encogida, los prejuiciosos que recriminarían en ella, ¿qué cosa?, ¿su independencia?, ¿su autodeterminación sexual?; ¿los vientos de libertad que se arremolinaban en derredor de su semblante cuando caminaba y el mundo se detenía?

- Mirá bien por donde caminas – enfadada, ella. ¡Ah, esa voz!, la percibí primeramente grave, mas luego entendería que la escala tonal mutaba de acuerdo a su humor, a sus  emociones.

- Disculpame, nena, últimamente ando distraído, no sé dónde tengo la cabeza, mi azotea quedó en planta baja y así voy, invertido, imaginate cuando se me reúne el consorcio neuronal, ¡un corso a contramano! – se me dio por la verborragia, estaba hecho un boludo, se ponía un poco imbécil cuando una flaca le gustaba, se hacía el blableta. ¡Justo él!, que pretendía la palabra justa, que se embanderaba en el laconismo de la metáfora precisa.

- No te preocupes, ¿me das fuego?- la cigarrera de ella era dorada, metálica, tenía en su tapa una inscripción indeleble:

Ah, vivre libre ou mourir!

****

Llueve.

Un gallo se desgañita por hacer oír su natural alarma matinal. Observo el reloj, 06.15 am, septiembre, morí seis horas. Pienso: no supe más de la flaca de la cigarrera desde aquel circunstancial encuentro, ¡morí cinco meses!

Afuera una jauría enloquecida protesta contra el avance de….Pero, mirá, si era el loco Abel que pedaleaba en su bicicleta bajo el agua, mientras tocaba su armónica en sol. Ojos azules, tez cobriza. Abel apretado en una camiseta de Boca Jrs. tempranamente le regalaba alguna melodía al barrio. Gustaba sobre todo del folclore, no obstante, cuando un vecino le pedía una de esas que pasan por la Aspen, él -solícito- la tocaba de buena gana.

Siempre pensé que más bien se quería aturdir soplando y soplando para evitar la memoria, ese espectro de su viejo borracho que ahora llega y severamente le dice que es un idiota, un anormal, que para qué naciste. Sí, Abelito se había portado mal, había cometido el desatino de ponerse ansioso y querer conocer el orbe circundante de manera anticipada. ¡Ah, era un nasciturus lleno de asombro! Por eso sin que se cumpliera el séptimo mes y sin permiso de su mami decidió fugarse de su zona de confort, su caverna gestacional. Sí, Abelito, te portaste mal. Por eso ahora padre se embriaga y te encierra en el sótano en compañía de tu armónica. Soplala, Abelito, a ver si le podés ganar algún round a la angustia.

Mas un buen día o mejor, una noche sin luna, padre fue visitado en sueños por una hadita nocturna de nombre M. Cirrosis que le cerró los ojos para siempre y ya sin la presencia tiránica del viejo, el comportamiento de madre dio un giro copernicano. En adelante no habría más encierros subterráneos. Abel, andá, salí, ¡jugá! Escapale a la claustrofobia que, como si no tuvieras ya bastante con tu condición de prematuro, ahora te agenciaron tus parientes. Rajale al terror de la oscuridad, porque cuando se agotaba la lamparita que arrojaba una sórdida luz sobre tus horas bajo tierra, el macanudo del viejo no la quería cambiar (“Abelito necesita dormir”). Sí, Abel, pedaleá, dale, pedaleá. ¡¡Y soplá, soplá!! Seguí soplando tu armónica por las calles de este pueblo. Tocate una, le decimos. Y las notas de su armónica son su sufrida voz; esa misma que ahora un tanto ya más apagada resulta aún audible en su mensaje de liberación.   

****

Ese día caviló largamente sobre aquellos versos de quien creía poetisa y se preguntó qué más escondería aquel cuaderno espiral. “Los trabajos y días”, vino a su intelección el viejo Hesíodo. Me pareció que el mundo o la vida -asoció estos conceptos- se podrían resumir en un solo poema, que siquiera debería ser de la extensión de aquel épico de un despótico rey mesopotámico llamado Gilgamesh que ejercía su poder ilimitadamente, apropiándose de todo según su capricho, adueñándose incluso de la vida de niños, a quienes enviaba a guerrear contra sus rivales, y de mujeres, para saciar su bestial sed de lujuria, y que en su hora conoció la ira de los dioses por desafiar sus normas cósmicas, esas que estaban en la naturaleza de las cosas, fuera de la mano y voluntad del hombre; así, las divinidades enfermaron mortalmente al cruel monarca. Al poeta anónimo, la tradición oral de los tiempos sin memoria le había dictado una moraleja que se cifraba en definitiva en la ínsita libertad de los existentes (otra vez la flaca y su indeleble “Ah, vivre libre…”). No, tampoco sería igualmente kilométrico como de la Barca y su vida que era sueño. Pero en cambio podría estar plagado de metáforas y en muy escasas líneas expresar lo que bien puede ser el verdadero drama existencial. No, no era cierto para él que había una misión que cumplir en nuestra estancia terrena, mucho menos que había que plantar un árbol, tener cría, escribir un libro e ir a misa los domingos para no ser visitado algún día por Virgilio y el Dante en algún caluroso plano de un invertido cono concéntrico. ¡La verdad no estaba allí! Todo aquel rosario de buenas intenciones no era más que un inútil programa vital para alcanzar la trascendencia. Afirmaba para mí: el hombre es el único ser que sabe que va a morir, el resto del mundo animal ignora su finitud. Si esto es así, luego quiere el hombre dejar un souvenir, “su huellita por este vallecito de lágrimas”, ja ja ja, ¡Imposible!, todo perece. El tiempo se lleva puesto hasta a los dioses que se inventa el hombre. La verdad, se dijo para él, reside entonces en gritar que lo único real es que cada día morimos un poco y que, como si eso no bastara, nuestra razón nos lo recuerda en el calendario y los años, en el cuerpo y el tiempo, en las ausencias sin clemencia, en ese rincón sin tu voz. Diáspora de horas. Éxodo de candidez. Carencia de lucidez…la inocencia… tus versos, ¡poetisa, si pudiera añadir mi verdad a tu cuadernillo sambayon!:

Alumbrado, nazco al portentoso orbe.

Cálida leche; me arropan y mecen

brazos de mujer, dulzuras maternales.

En tierno derrotero, mi infancia florece.

 

Rosales y geranios atestiguan un albor;

presencian el candor de un mozo, adolescente;

que escribe sin ton ni son

sonetos de amor renuente.

 

¿Cómo volver a ese ayer?

¿a esos días de inocencia?

La inocencia de esa piel

que fui junto a aquél rosal,

antes que la vida, pasase fugaz.

****

 

Era de público conocimiento. En verdad, no podía ser de otra manera, una flaca desprejuiciada como ella era un perfecto blanco móvil para la chusma de aquella comunidad que se había forjado al calor de los arquetipos de aquel y de todos los tiempos, “el buen hombre de familia”, que rinde cotidiano homenaje a las mores maiorum de épocas antiquísimas y sin conocer el motivo del porqué repetir infinitamente la misma conducta día tras día; “el Mambrú que va a la guerra”, ignorando las razones que tuvo el protagonista de esa canción infantil para borobombombombombóm, no volver ya nunca más. Los gerontes culifruncidos y los pichones de éstos se retorcían ante ella y su ausencia de la abnegación que cual grillete de presidiario pretendían adosarle a cuanta mujer se alineara frente a los rayos de sus estereotipantes miradas, de sus verbas putrefactas de tanto dogma vacío como esas caracolas de la arena que sólo nos recuerdan que provinieron del mar pero que ya no le pertenecen porque están vacías de agua, de vida y de razón. La flaca no estaba viva para tejer escarpines a la espera de ningún soldado porque no creía en la guerra; la flaca no respiraba porque estos confundidos patriarcas así lo dispusieran. Ella se sabía libre de todo y de todos, incluso de Dios.

Esa noche soñé por primera vez con ella. Extrañamente, confundió sueño y vigilia, porque cuando desperté estaba viviendo el sueño de ella.

- Al fin, vos, te encontré en estas aguas oníricas –mística, con un rostro calmo, relajado, como de quien ve por fin realizarse aquello que siempre supo que iba a ocurrir, lo interpeló la soñante.  

- Pero, ¿cómo?, tantos cafés, bares, tanta esparcida calle en esos dameros que hoy son ciudades ordenadas para que el rey coma al peón y los caballos negros salten sobre las torres blancas de marfil. Tanta organizada piedra y arena para edificar moradas con balaustradas que en algún mañana serán vejadas por el viento que, como tu aliento, forma océanos de tiempo, que velarán los restos de tus ancestros, ¿cómo? ¿Aquí en tus sueños el encuentro? Hemingway. Storni. Cervantes. Flaca: tu cuaderno sambayon es ahora esta página encontrada en tu cintura, que con descomunal holgura construye médanos rojos, erigidos en un desierto de cordura.

Y halló en ella una loa al padre del hidalgo caballero:

estabas en el hontanar

llamándome en tu soledad

olas de tinta, cual pleamar

ángel demonio, tempestad

drama aventura, ¿qué más da?

divina página, evasión

¡Oh gran Cervantes, dame más!

Quijote, Sancho, un corazón.

****

Ya se dijo, la flaca utilizaba su misticismo poético para evadirse del infierno que implicaba convivir con esos índices que, como viscosos reptiles, rondaban a diario con el propósito de sindicarla; dedos acusatorios de calumnias infringidas. ¿Por qué? ¿A quién? No podía denunciarse al hijo del alcalde y salirse airosa. Violentín Machín la había golpeado en circunstancias que la flaca descubriera que Machín padre practicaba negocios con los efectos decomisados. De ningún modo vas a revelar esto, la plata la necesitamos para la campaña, el año próximo hay elecciones, le había dicho aquél, intimidatoriamente.

Su naturaleza hambrienta de justicia impulsó a la flaca hasta la comisaría del lugar, donde le dijeron que estaba nerviosa, que por qué no se tranquilizaba y que ya era tarde para estar levantada y fuera de su casa. Allí aguardaría por ella su novio, le preguntaron si ya le había cocinado los agnolotis que a Violentín le encantaba devorar, mirando por TV el partido de fútbol de su club, el Machine. Pero en lugar de volver a su hogar la flaca decidió descorrer el velo de la equivocada imagen que se había hecho de quien primeramente se mostrara como un escritor y periodista, para luego desayunarse que, en efecto, era un servidor de la noticia que propagaba en un medio del que, además, era dueño, y que la buenas nuevas no eran más que propaganda electoralista en pos de resaltar las bondades de la doctrineta que blandía ese partido conservador fascista que gobernaba el pueblo sin solución de continuidad desde prácticamente su fundación. Desenmascaró así la flaca al violento. ¡Piedra libre, Violentín!, ahora se va a conocer de tu alma encanallada bajo ese elegante ropaje de caballerito inglés.

Esa denuncia jamás le fue perdonada. No habría indultos para la audaz flaca que se le había animado al poder de esos hombres, de esa familia que administraba la comunidad como si fuera su feudo. Excomulgada, pensó en volver a su provincia natal, al norte del país, donde probablemente podrían asilarla aquellos guaraníes  que habían sembrado en su espíritu el arte de la ensoñación durante aquel lustro que desarrolló en sus tierras su vocación de maestra rural. Los nativos le habían hablado también del fenómeno transmigratorio, previniéndola de que ciertas conductas de ella que se cumplían aquí y ahora, en el presente, podrían tener un nexo, una ligazón con un alma antigua, del pasado, necesitada de materia, es decir, de un cuerpo, a fin de resolver arcaicos conflictos insolutos.

Necesitaba pensar, la decisión era capital, una página biográfica fundamental. Si permanecía allí, las estigmatizaciones se volverían asfixiantes al punto de dejarla inerme, vaciada de fuerzas para dar la pelea. Se trataba en definitiva de ir al meollo, al fondo del asunto, el que no era otro que la historia de la historia. Sin ánimo de vanas tautologías, no encuentro manera más gráfica de decirlo. Es que la historia de la humanidad no es sino una historia de repetida violencia. Recordó la flaca en su reflexión las imágenes que se desprendían de violentos pasajes bíblicos, donde no faltaron fratricidios y la condena absurda del parirás con dolor. ¡Qué paradójico, justo el alumbramiento, el traer vida al mundo debía implicar un sacrificio, un padecimiento! Tal vez, se preguntó, aquello arrojaba una enseñanza. El aprendizaje sería que en el orden natural de las cosas hasta lo más significativo (desde lo simbólico o no) debía obtenerse a través de un esfuerzo. Le pareció igualmente ridículo. ¡Se trataba de presentarle al mundo un nuevo protagonista de su historia, carajo! ¿Qué rol tenía que cumplir aquí el dolor? Se dijo que tal vez fuera justo que por la expulsión de Adán y Eva (¿por qué primero Adán? ¡¡¿¿por qué el origen de Eva de la costilla de éste??!!, se interrogó la flaca, arrugando el entrecejo y verificándose en su rostro una mueca irónica hacia el mito) del Edén, el Hombre tuviese que trabajar para hacerse de los bienes de la vida. Pensó también que era asimismo razonable que al defecar se sintiera, en el tránsito del excremento del cuerpo hacia la cloaca, algún dolor, devenido postreramente en placer. Se planteó metafóricamente que sacarse la mierda de encima costaba, tenía su precio, como el que ella pagó en esa sociedad al decidir no marchar enmerdada, enlodada, sucia de hipocresías y de corruptelas. Hablar, expresar, exclamar, ¡gritar!

****

 Transcurrió un largo período en el que la flaca intentó quijotescamente cambiar de raíz las maneras violentamente idiosincráticas de ese pueblo, el que siempre la vio rara, extraña, foránea, como se miraba a esos indios que una noche en alucinada ronda junto al fuego escuchaban las historias del algún viajero que se había aventurado más allá de su tribu. ¡Sí -se dijo la flaca- somos aquellos guaraníes, diaguitas, tobas y onas! También era ella la niña a la que una paciente madre le narraba algún capítulo de Emilio Salgari en la cama para que conciliara el sueño. ¡El sueño! ¡Su indigenismo! ¡Su cultura mística ganada por ósmosis! Entrevió que en sus manos posaba -cual gorrión que pía y pía, saludando al nuevo día- la respuesta de su brega. Era un perfecto eslabonamiento de las cosas. La comunión de pasado, presente y futuro, ¿dónde converge sino en sueños? ¡En los rojos sueños!

Se dispuso pues a soñar, soñar, soñar. Soñó mucho, soñó con Eva pariéndolo a Adán con felicidad, sin dolores ni culpas. Adán caía desde las vastas entrañas de Eva a una civilización donde sus habitantes nadaban desnudos sobre mares de sangre, de su propia sangre, era como un estar en deshoras en un infinito espacio uterino. Soñó también que ella misma era aquel poeta que había puesto fin a su vida, dejando una obra inconclusa. Soñó que a través de él cerraba su historia, la de ella, la de él, la mía. En esas rojas aguas oníricas el encuentro; el escape al dolor; la evidencia del amor; el placer; el gozo; ¡LA VERDAD!

****

Otra vez el gallo, 06.15 am, amanece otro pueblo, otra gente. El nuevo partido demócrata socialista ganó las elecciones. El machinismo debate ahora su plataforma política en los estrados tribunalicios. La flaca no despertó. En su final, soñó que se desprendía de unos hierros que la sostenían a dos maderos que formaban una cruz. En uno de ellos, el que se hallaba enterrado y sostenido verticalmente, pendía tristemente un cartel, cuya inscripción decía: “ESTER, LA ESTEREOTIPADA”.

Yo (él), no necesito decirlo, estoy (estamos) igualmente muerto(s). Ignoro quién firma esto por mí.-                

 

 

 

 

              

     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

              

     

 

 

 

 

 

 

  • Autor: Milo T (Offline Offline)
  • Publicado: 28 de enero de 2019 a las 14:49
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 38
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