Luna de Miel

Daniel Eduardo Mendoza Camarena

Sostuve tu cabeza firme,

me ajusté a tu cintura;

sentí el calor de tu pecho

y me revolqué en el pasto

de las miradas curiosas

que pasaban a nuestro lado.

 

Te miré con toda la fuerza

que la cobarde valentía

pudo jamás haberme dado;

te apreté con mis brazos

y mis manos te estrujaron,

esculpíendose en tu espalda

las vocales de mis manos.

 

Te besé con el dulce fuego

de mis labios de canela.

Abrí la granada, mordí la fresa,

degusté el mosto de la uva,

saboreé tu roja cereza

que embriagó mi viñedo

y me perdió en el firmamento.

 

Te bebí enteramente y sin recato,

entintado de la sangre tortuosa

que jamás me deja dormir;

pues, al que enamorado está

de ese ángel más que celestial,

no le queda más remedio,

que consolarse de tu recuerdo

en los lagares del olvido.

 

Te dejé matarme con ternura,

con los recuerdos de nobleza

que atravesaron mi cabeza;

mi voluntad se fue esfumando

al compás de la música

de "tus goces y tus roces".

 

Mi lógica, riéndose, me abandonó,

y la maldije por su traición,

pues me entregó, sin reparo,

a las plantas de tus pies besados.

 

La noche me rodeó cómplice

de la demencia del romance;

te tuve a merced de mi lecho,

bajo la bendición del Altísimo.

La paloma dechada de pureza

devoró mi torpe nerviosismo,

me abrió las puertas de su hogar,

cuando vi en ella, el fin de mi camino.

 

Daniel E. Mendoza C.

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