DÚO DE INTELECTUALES SUICIDAS, «EN GRADO DE TENTATIVA»

DEMÓDOCO

 

[Narraciones de Claustro Universitario y Extramuros Académicos]

Por Alberto JIMÉNEZ URE

El Año 1979, en Caracas [Prefectura de San Agustín] contraje Matrimonio Civil por primera vez. Mi novia estudiaba «Ecología Animal», en la Universidad de Los Andes. Su padre había estrellado un avión que pilotaba en Ruta Aérea «Venezuela-España». El poeta Juan Calzadilla fue padrino y testigo.

A ella la conocí cuando el fallecido camarógrafo «homicida-suicida» Oscar Chaparro [adscrito al Departamento de Cine]  nos sirvió de «Cupido», en la ciudad de Mérida, durante un envite itinerante con muchas botellas de vino y latas de cervezas. Lo recuerdo. Todo sucedió a bordo de su Renault Gordini, pequeño y «demodé».

-Nuestro almuerzo y celebración será en el apartamento de mi suegra, en la Urbanización Santa Rosa de Lima –le dije a Calzadilla-. Eres mi único invitado. Ahí también vive el novelista José Balza, por cierto […] A veces conversamos.

La madre de mi esposa Harlene solía dejarme a cargo de su auto, para que lo utilizara durante los días que pasaba con su hija en la capital. Todavía me pregunto cómo lograba llegar a lugares. Caracas es una ciudad intransitable. Subía y bajaba elevados para, de repente, detenerme cuando Juan me decía que «me desviaba»:

-Hacia allá está Las Mercedes, Albert –señalaba con una cerveza en la mano-. Si quieres llegar a Santa Rosa de Lima, conduce por aquí […]

El resto del día transcurrió según lo previsto. Vinieron varios amigos y primas de Harlene con regalos: libros y una muñeca horrenda, como las utilizadas para actos de brujería. De mi parte, sólo Calzadilla nos acompañó. A él lo conocí en la Universidad «Simón Bolívar». Dictaba «talleres de literatura». También dirigía la Galería de Arte Nacional, y su lugarteniente era el escritor Rafael Arráiz Lucca. Aparte, asesoraba al Presidente Carlos Andrés Pérez en materia de Artes Plásticas.

-Amanda y mis hijos me obligan ser «aristócrata» –se quejaba-. Por ello escribo para el Sector Bancario libros sobre pintores, que ellos obsequian a sus clientes más importantes. Son costosísimos. Joyas.

-No te reprocho nada, Juan –apresuré mis palabras-. Los hacedores merecemos vivir bien.

Regresé a Mérida y reincorporé a mi trabajo en la Universidad de Los Andes. Lamentablemente, mi emparejamiento con esa chica terminó en pocos meses, cuando la vi fornicar en mi cama con uno de sus compañeros de estudio de origen español. Todos teníamos casi la misma edad. Fue una situación muy desagradable [delirium]. Lo vi correr hacia el baño desnudo, con sus pantalones bajo el brazo. Su perforador de vaginas todavía cacareaba, no precisamente como gallina.

El tipejo formaba parte del grupo integrado por una hija del Rector Rincón Gutiérrez, que pocas semanas después murió al volcar su Jeep Willys, y otra de nombre Josune: cuyo padre, igual extranjero, era dueño de la librería más grande de la ciudad. Años después casó con el crítico Julio Miranda, un fumador compulsivo cubano-venezolano que me detestaba.

Calzadilla y yo nos escribíamos con frecuencia. Obviamente, él notó mis «intenciones suicidas» leyéndome. Empero, también advertí «las suyas» de la misma forma. Su matrimonio con la hermosa y perspicaz Amanda, de largo aliento, se resquebrajaba a causa de las infidelidades de Juan. Ella era servicial, inteligente, fiel, una maravillosa dama.

Casi al final de 1979, la Universidad de Los Andes me publicó Acertijos  [un libro de cuentos, con prólogo de Juan Calzadilla, quien aprovechó la novedad para enviarme un «telegrama-invitación»] Sus discípulos de «La Gaveta Ilustrada», en la Universidad «Simón Bolívar», le pidieron presentarme ante ellos. Eran jóvenes formidables: Antonio López Ortega, Gustavo Guerrero, Emilio Briceño Ramos, Alejandro Varderi […]

-«Los muchachos de mi taller literario quieren charlar contigo a propósito de Acertijos –me informaba en la escueta misiva telegráfica-. ¿Puedes solicitar permiso a tu Rector para venir a Caracas y estar con nosotros dos o tres días?»

Viajé, por cuarta vez, a la capital. Acongojado, en autobús. Estaba en proceso de divorcio. Me sentía pésimamente. Hospedé dos días en el apartamento de Juan, pero luego en casa de los padres de Gustavo Guerrero [Urbanización «El Cafetal»] Ellos salieron del país, dejándole las llaves a Calzadilla para que esporádicamente la rondase. Tuvo la idea que yo la ocupara, aprobada por el hoy laureado ensayista y profesor en París.

En la Universidad «Simón Bolívar» charlamos, leyeron y formularon críticas a mis cuentos que luego publicarían en los diarios El Nacional [Papel Literario] y El Universal. Fueron dos encuentros magníficos, que me unieron a los socialmente privilegiados e ilustrados «gaveteros». Al cabo de esa jornada cultural, Juan me informó que iríamos al lugar de residencia del renombrado filósofo marxista Ludovico Silva. Ofrecía una fiesta de cumpleaños a sus mejores amigos, pocos, por cierto.

Acudimos Calzadilla, el embajador de Ecuador y yo. Llegamos antes del ocaso, en el instante preciso cuando, de un camión de las «Empresas Polar» [aparcado en el estacionamiento del edificio], dos fornidos bajaban diez cajas de cervezas dirigidos por el profesor de la Universidad Central y autor de In Vino Veritas.

-Son muchas cervezas –comenté a Ludovico, sonreído e impresionado-. ¿Vendrán muchas personas a tu cumpleaños?

-No: ocurre que procuro estar suficientemente abastecido –me respondió-. Me gusta beber cerveza y whisky, todas las noches.

-It is a good idea to die drunk –lo animé.

-Moriré ebrio, Albert.

Inicié la juerga con espumosas. El embajador, Juan y Silva bebían Whisky. Todos recitaban, borrachos, sus poemas. Ludovico me habló de la narrativa de Gabriel Jiménez Emán. Aparte, me confesó que no era comunista.

-Estudié a Marx, escribí y publiqué sobre su doctrina –dilucidaba-. Pero, en mi cátedra de la UCV no adoctrino a nadie […]

En cuatro horas de excesiva ingesta alcohólica, me sentí débil: psíquicamente vulnerable. Me abrumaba la «dipsomanía» de Ludovico y los demás. Fui al balcón de ese Séptimo Piso. Juan Calzadilla me siguió, con mirada sospechosa.

-¿Qué te parece si nos suicidamos simultáneamente? –me preguntó-. ¿Saltamos hacia otro mundo, desde este balcón? […]

-Es un trato, de acuerdo.

Torpemente, intentábamos encaramarnos en la baranda y apareció Ludovico Silva con una guitarra.

-¿Qué intentan hacer, poetas? ¿Sabes tocar este instrumento, Albert?

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  • Autor: DEMÓDOCO (Offline Offline)
  • Publicado: 16 de agosto de 2018 a las 07:00
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 30
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