LA MUERTE DE CÁNDIDO LAFUENTE...

pani

(I)

       El día de autos, Cándido Lafuente dormía plácidamente a la sombra de un jilguero.

       Una moscarda rondaba su cabeza aureolada de pensamientos vacuos.

       Era sábado, un desvencijado día de principios de abril.

       Un ruiseñor, cruzó la azotea de su vecina María, la de Benancio Parra. Mientras Paco el Herrero, apenas resollaba tranquilo ante la empedrada fuente de la iglesia, poco antes de la llegada del señor notario.

       Cándido Lafuente era un patricio engominado, residente en la localidad quintanareña de Fuentelaespina. Nunca se le conoció partido alguno, mas las malas lenguas parecieran acosarle con insistencia, tras los visillos, despeinados por sus encuentros.

       Era un muchacho de complexión fuerte.

       Cuando montaba a caballo... las plazuelas se desguarnecían de silencios. Su pensamiento siempre volaba alto, entre lánguidas muchachas complacientes, dulcemente atrapadas... en la desnudez de su sexo.

       El día que mataron a Don Cándido Lafuente, la campana de San Agustín tañía desesperadamente a muerto. Y entre las barrancas del río Alberche y los marchitos cañaverales de Arroyo-Manzano, algún somormujo descreído se turbaba musitado, en la desubicada y perentoria enredadera, extrañamente deslavazada en la inconsistencia de su misterio.

 

(II)

      Aquel día una fresca lluvia, pretenciosa... pareciera besar los enmohecidos trigos.

      La brisa desaconsejada, se advertía fugaz... desde la esteparia meseta, en dirección al río. Sin congoja, éste pareciera serpentear circunvalando el otero donde se asentaba el pueblo en un extraño y precario equilibrio. Los álamos, y los reverdecidos sauces... tras los bancales de Casa Nicolasa, se mostraban solemnes y ululaban inquietos entre laureles y limoneros extrañamente bañados y bendecidos, por las heladas aguas que bajando por las torrenteras, terminan por desembocar en el arroyo de Pajariel.

      Cándido, ese día... cogió excitado en su ánimo, el camino de la iglesia. Pues había decidido quedar con unos amigos para tomar unas cervezas antes de retornar a casa. Posteriormente acudiría algo más animado, a la despedida de soltero de su amigo y compañero, Clemente Vega.

       Bajo la hidalga estampa de su señora madre, que posaba su cesárea mirada desde el retrato de bodas colgado en el salón... Cándido tomó un espesa limonada, cargada de azúcar. Allí tropezó, con la inquietante mirada de Luz María, la sirvienta de toda la vida... quien soslayando sus inexpresivos ojos, se apresuró a ordenar un cesto de ropa que se arremolinaba desordenada, tras el zagúan.

       En la mesita de noche, un viejo reloj pareciera defenderse de la desnudez de su esfera.

       Bajo el anacrónico y desesperado alero del tejado, la lluvia se desventuraba en su tamiz, compitiendo en elegancia con el café crepuscular.

       Y la desubicada enredadera, apenas desangelada tras la jardinera del soportal... se desamortizaba en su desdicha, junto a un canario, a veces desbaratado en su inconsciencia... por lo desacreditado de su espíritu.

       

(III)

       Las desgracias nunca vienen solas.

       Un día de primavera, es una maravillosa excusa para no hacer nada, tras las cortinas desarregladas del paisaje. La lluvia siempre pareciera retrotraerse a los deprimidos ánimos de quien la escucha. Lívidamente ensoñecida, por la armóniosa e inconsistente melodía, de una dulce y desguarnecida aurora.

       La estampa de San Cristóbal, se deshacía dichosa... entre lágrimas dispares.

       Los cielos parecieran llorar descorsetados. Y un extraño, e insobornable olor a hinojo, transformaban la villa en incuestionable cítara... y desaconsejado beso.

       Doña Úrsula Ciendedos era mujer de mucho carácter.

       A decir de Don Álvaro Lapique: Hembra de pocos pesares, excesivos pudores y muy excaso talante.

       Pareciera tallada en ébano o en raspa de pescado. Miraba de reojo, como sólo lo saben hacer las abubillas. Y casi siempre, y muy a su pesar, soportando un ligero rubor, ante el miedo de que un día su lengua viperina, terminara por traicionar su pensamiento.

       El día que mataron a Don Cándido, la campana de la iglesia pareciera desgarrada entre pálidos secretos apenas descuidados, y extrañamente desbaratados... en la heterodoxa e inconsolable inconsistencia de sus misterios.

       Atanasio Cárdenas, deán de la catedral, pero oriundo del pueblo de Matalascañas del Carrizal, acudió desde la fiesta de Bocachica, muy estimulado en su celo evangélico. Soñaba con organizar una hermosa liturgia en honor del difunto. Y con sutiles palabras, terminó por seducir al organista de Fuente el Álamo, quien aceptó en tocar una hermosa aria de Bach, en la misa de finados... si éste, a cambio... consentía en celebrar, en Pascua Florida, un breve e íntimo funeral, en memoria de su fallecida hermana. La cual, paso a mejor vida hace unos tres inviernos, a causa de una peritonitis mal curada.... Tras los desconsolados y desventurados hielos, de aquel insoportable y resacoso invierno, del año 63.

 

 

Los ángeles

siempre buscan...

la presencia

del buen Dios,

 

mas los hombres

sólo anhelan

que la lluvia...

 

finalmente 

escape,

 

a lo injustificable

de su congoja.

 

 

(IV)

          El valle que rodea la ermita de San Fructuoso, es un viejo hayedo tan antiguo como el pueblo. Bordeado por el río, los carrizos lo circunvalaban de parte a parte, dividiendo la espesura del bosque en dos. Los mirlos anidaban en las márgenes del río junto al encinar milenario que se retorcía junto a las peñas del cortado. La primavera irrumpía con todo su esplendor, como sólo lo sabe hacer en tierras de la vieja Castilla.

          Las torcaces montaraces presurosas, se avenían gustosas entre claros y peñascos intentando buscar un sitio donde anidar. Mas nada aquel primero de abril se adaptaba a lo aconstumbrado. Un extraño rumor se aventaba desde las espadañas que crecían junto al río. Era un rumor más ciego que sordo, herido de sándalo, alóe y espliego. Como si el viento, en conjunción con el espíritu del finado... tuviera una vieja historia, hecha secreto, en la estepa requemada por su asombro.

          El día que mataron a Cándido Lafuente, las muchachas se marchitaban despacio en la plaza de la siega, mientras los lirios endulzaban el aire extrañamente desnudados, en la antigua verja del convento. No hubo apenas duelo para un muerto, que fue en la comarca ejemplo de galán y aprendiz del esperpento. Adalid de la informalidad, notario de la holgazanería y archiduque de la malas costumbres. A decir de Don Álvaro Cuesta, médico del lugar, quien le tratase de unas venéreas contraídas en sus andanzas y correrías, por esos mundos de Dios.

          Teresa Braga era mujer de tez morena y andar cansado. Rondaba los cuarenta cuando se hizo cargo del pequeño Cándido pues le cuidó siendo niño de unas fiebres terciarias. Aquello fue allá por el 48, cuando la malaria se cebó en la población y Cándido desamparado por la muerte de su augusta madre, quedó al amparo de tan bella y sacrificada dama. Quien lo trató, como si fuese su mismo hijo. Para tan ejemplar señora... Don Cándido, ya de pequeño apuntaba maneras, y a poco que te descuidaras, según su puntual testimonio... solía poner las manos, sin el más mínimo de los miramientos... en la inextinguible y febril hoguera, que nunca acaba de consumir su fuego.

          El día que mataron a Don Cándido Lafuente, murió el más criticado de los varones, pero también... el más deseado de ellos.

  • Autor: pani (Offline Offline)
  • Publicado: 10 de abril de 2018 a las 12:15
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 33
  • Usuarios favoritos de este poema: Ágora, Amalia Lateano, eibaoga.
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Comentarios3

  • boris gold

    Muy bueno, me encantó.
    Un abrazo

  • Amalia Lateano

    QUERIDO PANI

    I mensamente feliz
    N ieve de risa es tu canto
    M i alegría me acompaña
    E n el abril de mis manos.
    N o eres tú: si tu sonrisa
    S i escucho, dorados pasos...
    A rmonía estos paisajes
    M ira una vez, el verano
    E ntre lágrimas secretas
    N os pensamos .....caminamos....
    T ienes de adorno, los versos.
    É s acróstico, regalo.

    Amalia Lateano

  • eibaoga

    Aplausos +++++



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