MELAMPO AMERICANO

Verano Brisas


AVISO DE AUSENCIA DE Verano Brisas
Ninguna


Sabrán disculparme los lectores

el empeño que demuestro ahora

en hablar en primera persona,

como si fuera yo

el imbatible guardián del universo.

 

Claro tengo, hasta la saciedad,

que apenas represento

una humilde pavesa confinada

en los reductos de la eternidad,

a donde no intentan llegar

los opulentos heraldos de las musas,

en este planeta devastado

por la sevicia de bárbaros aedos

y vanidosos verdugos de las letras,

en su afán de coronar las cumbres

donde habita solitario

el furtivo centinela de los dioses.

 

Clarificado esto,

paso a contar mis acerbas desventuras,

mis conquistas y pocas cualidades:

Fui el primero en practicar la medicina,

tener dones proféticos, edificar templos

y mezclar con vino el agua.

 

Primero también en comprender

el melifluo lenguaje de los pájaros

y el más extraño aún de los insectos,

después de limpiarles sus oídos

con mi lengua de saliva seductora.

 

Salvé un nido de jóvenes serpientes,

evitando su final terrible

cuando dos de mis crueles servidores

intentaron sepultarlas en el barro,

después de sustraerles las entrañas

con tres garfios obtusos y oxidados.

 

Aprendí la ciencia oracular

en mil conversaciones con Apolo,

quien me legó los últimos secretos

guardados en el fondo de la vida,

partiendo de un examen minucioso

sobre las vísceras de los sacrificados.

 

Igual padecí lo inexplicable

en el trascurso de un año envilecido,

por intentar el robo de unas vacas

protegidas por los canes del tirano.

(¡Muchos días hundido en la miseria

de una cárcel injusta y putrefacta!).

 

Curé de su impotencia al hijo

inmolando toros y quemando fémures

en altares de dioses tutelares,

mientras veía el áspero tormento

que atenazaba al malhadado joven.

(Supe del peral donde clavó el cuchillo

el castrador de los becerros vírgenes).

 

Prometí sanar las hijas del monarca

(Ofión el demiurgo, para otros)

que merodeaban como bestias locas

por las montañas del país violento,

si accedía a compartir conmigo

las dos terceras partes de su reino.

 

Aunque de mal talante, consintió.

Así se hacen las cosas –medité–:

una mano debe lavar la otra,

igual en tierra que en el alto cielo.

 

Caudillo fui del doble reino

y amo del perro que jamás dormía

por defender mis ganados y mujeres.

 

Caí finalmente destrozado

por las yeguas iracundas y violentas,

sacerdotisas de la blanca Luna,

en las altas cordilleras de los Andes,

donde habitan el águila y el cóndor,

emperadores sin par de las alturas.

  • Autor: 000 (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 28 de marzo de 2018 a las 11:15
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 72
  • Usuario favorito de este poema: Ӈιρριε Ʋყє ☮.
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