Reyezuelo (Episodio 5)

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Estaba rodeando el rancho, buscando la puerta de entrada, cuando un par de mastines se me vinieron encima ladrando furiosamente, como para devorarme. Instintivamente, los enfoqué con el haz de la linterna, y con eso pude al menos mantenerlos a raya.

Siguieron chumbándome por un buen rato, mientras yo trataba de calmarlos, hasta que al fin, tal vez cansados de jugar conmigo, se quedaron lo más tranquilos a mi lado y hasta se dejaron tocar. Pero con el escándalo que hicieron lograron despertar a la vieja, porque una voz como de cigarra se escuchó desde adentro del rancho:

¿Quién es?

Disculpe que la moleste a esta hora, doña Graya, pero es que ando con un problema muy grave y muy urgente y necesito pedirle que me ayude.

La puerta del rancho tenía una ventanita enrejada que se abrió, y a la luz de una vela apareció la cara de una vieja que podía tener cien años, con el pelo blanco peinado al medio, y con un parche negro en el ojo derecho.

Pero ¿quién sos, m´hijo? ¿Quién te manda?

Vengo de parte de don Atanasio, de Las Coloradas. Don Romero está lisiado...

Ese viejo malnacido se lo tiene merecido.

En la mitad de la noche, en un rancho en el medio del monte alejado de todo lo que conozco, una vieja tuerta me hablaba en octasílabos.

Espere, doña Graya, no me cierre que tengo algo que debe ser suyo. –y levanté en mi mano, bajo la luz de la luna, el ojo de vidrio que había encontrado en el monte.

Amalaya, m´hijo, pero vení, pasá. –Me abrió enseguida la puerta. – Al final, vos me venís a pedir y la que te debo soy yo. ¿Dónde lo encontraste?

En la picada, recién, cuando venía para acá.

Me hizo sentar a una mesa mientras con manos ávidas aferraba la esfera. Se dio vuelta y se acercó, encorvada y renqueando a una pileta de lavadero que continuaba una mesada de mármol, debajo de una ventana. Abrió una canilla, lavó prolijamente el ojo de vidrio y echó atrás la cabeza para colocárselo en la órbita. En ese momento, una ráfaga que hizo flotar los cabellos blancos que –lo noté entonces– le llegaban sueltos hasta la cintura, apagó la vela que había quedado sobre la mesa, y sólo pude ver la silueta de la vieja recortada sobre la ventana del fondo. Tal vez por la acción de echar la cabeza hacia atrás, me pareció más alta, más erguida, y al darse vuelta lentamente creí ver que su perfil tenía un aire más lozano y hermoso. La vela volvió a encenderse espontáneamente iluminando la habitación y la ilusión se desvaneció.

..............

Después que le hube hecho la relación de lo que había acontecido en la casa de los Cardozo, la vieja me empezó a contar, mientras me cebaba unos mates, más o menos lo mismo que nos había dicho don Dante, en la puerta de la casa, sólo que decía basilisco en lugar de fasilisco.

Pero el relato empezó a interesarme cuando me empezó a hablar de la ascendencia de Isidro, de los anteriores señores de Las Coloradas. La historia se remontó hasta el primer inmigrante, un escocés llamado Murdo o McMurdo –indistintamente lo nombraba de una u otra forma–, que llegó a estas tierras a fines del siglo XVII.

Preguntáles a esta gente como hicieron la plata, si es que lo saben.

Según la vieja, este Murdo era un aficionado a la alquimia. Poseedor de conocimientos que provenían de un libro de un tal Teófilo, entre otros que me refirió, con sus títulos en latín y sus autores medievales y que ya no recuerdo, se dedicó a criar estos seres grotescos en una cueva, que todavía existiría en las profundidades del casco de la estancia. Al parecer, el polvo de estos animales disecados, mezclados con sangre que él mismo proporcionó, resultaban en una sustancia capaz de convertir el cobre en oro.

Las hijas de este Murdo, que le dieron el apelativo a la estancia (Las Coloradas), continuaron la empresa familiar, usando la sangre de sus propios hijos –pues la receta exige que la sangre provenga de un hombre, y pelirrojo–, hasta que uno de ellos, debilitado al extremo por los periódicos ordeñes a los que su madre, en su ambición, lo sometía, murió tras una larga agonía. La culpa llevó a la mujer al suicidio y a su hermana a la agricultura, en los vastos campos que el oro mágicamente obtenido le había proporcionado.

Unas generaciones después, ya bien entrado el siglo XIX, uno de sus descendientes, un tal Martínez, redescubrió la receta familiar, pero por ignorancia o cobardía, quiso usar la sangre de los indios del lugar, lo que provocó la leyenda negra que rodea la estirpe. Muchos murieron a consecuencia de sus experimentos, pero a juzgar por los resultados, pues los Martínez se enriquecieron súbitamente, pudo hacer funcionar el conjuro con sangre indiana, o tal vez, resignado, usó su propia sangre –pues el pelo rojo es rasgo dominante de la familia–. Toda esa plata terminó desparramada en París en la década de 1920, en las orgías que protagonizaba el abuelo de Azucena y de Salustia.

Yo te voy a dar lo que vos necesitás para matar al basilisco –me dijo–, pero me vas a tener que hacer un servicio a cambio: tenés que quemar los libros que te dije, y limpiar para siempre la cueva con agua bendita hirviendo.

Se fue al interior del rancho, y regresó con una serie de objetos peculiares, que me entregó con ceremonia, como en un ritual, explicándome el uso de cada uno.

El primero era un disco de unos cuarenta centímetros, muy delgado pero firme, que de un lado era de madera y del otro de metal, tal vez de plata pulida, pues reflejaba como un espejo de cristal. Del lado de madera presentaba un asa de cuero, como la de un escudo, que se incrustaba perpendicularmente en la superficie sin que se note la forma en que estaba sujeta. Este espejo, según ella, reflejaba aún en la oscuridad, y me invitó a probarlo apagando la vela, y para mi asombro, pude ver el reflejo del cuarto con bastante claridad. Supuse que la superficie tan pulida multiplicaba la poca luz que entraba por la ventana como lo hacen los ojos de los gatos, o algún mecanismo parecido. Con este espejo se suponía que yo vería al basilisco sin que él me viera a mi.

Esto es más viejo de lo que te podés imaginar –me dijo, mientras me entregaba un cuchillo o machete curvo como una cimitarra, pero al tocarlo noté que no era metálico sino de piedra pulida, y además el filo se encontraba del lado cóncavo, al revés de las cimitarras. Cuando quise tocar la arista con la yema del dedo, la vieja me gritó: – ¡No toqués el filo!

Del susto, el cuchillo se me resbaló de las manos, yendo a caer sobre un banquito al costado de la mesa. Cuando lo iluminé con la vela para buscarlo, encontré que el banco estaba seccionado con un solo tajo limpio que lo había cortado como si fuera de manteca.

¡Ay, m´hijo, si serás pelotudo!

Tranquila, doña Graya, que el cuchillo no se rompió. –Me miró con una cara que parecía remarcar su comentario. Guardó el arma en una vaina de cuero labrado con arabescos. Este cuchillo serviría para cortar la cabeza del animal.

Me entregó también unas botas de piel de comadreja, para que el bicho no me mordiera, y una bolsita del mismo material “para poner los restos, sin tocarlos”.

Finalmente, me indicó que la acción debería ocurrir esa misma noche, cuando los nubarrones oculten la luna, porque el basilisco se estaba fortaleciendo, y muy pronto yo no sería capaz de enfrentarlo.

Mañana me devolvés estas cosas –me dijo, echándome.

 

(Concluirá)

 

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  • Autor: Julián Centeya (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 25 de febrero de 2018 a las 12:47
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 32
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Comentarios3

  • Esteban Mario Couceyro

    La bruja nombró a los Matinez..., puede que sean...., no, no creo que... importe...
    Un abrazo.
    Esteban

    • Ӈιρριε Ʋყє ☮

      Esos Martínez deben tener algo escondido...... XD

      Gracias por leerme, Esteban

    • Anton C. Faya

      Bien Julian !!!
      Pero que imaginacion !!!

    • Jorge Horacio Richino

      Me gustó eso de los años 20' en París y las orgías. La deben haber pasado bien!!! Jajajaja!!!
      Se viene el desenlace de esta interesante historia!!!
      Un gran abrazo!!!



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