Reyezuelo (Episodio 2)

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Dejamos la ruta, y avanzamos durante más de una hora por un camino de tierra reseca y polvorienta. Poco después del mediodía cruzábamos la tranquera de Las Coloradas. A lo lejos, a unos seiscientos metros, se veía el amplio edificio que conformaba el casco de la estancia. Yo había visto muchas casonas coloniales como ésta, con tejas españolas enmarcadas por torretas o atalayas almenadas, que probablemente tuvieran una función de vigilancia en tiempos más agrestes. El amplio portón central, de soberbia madera maciza muy labrada, se encontraba inmediatamente detrás de un atrio techado al que se accedía tras cuatro escalones. Las paredes estaban pintadas de un rosa desvaído que en otros tiempos había sido punzó.

Mucho antes de llegar, se abrió el portalón y por él apareció el padre de Isidro, don Atanasio, de chambergo y chaleco. Bajamos del auto, y con la vibración del auto todavía en las piernas y en los oídos, Isidro me presentó a este hombre singular.

Era pequeño, oscuro y brillante como de ébano bruñido. Pude pensar de él que el tiempo lo había reducido y pulido como el agua a una piedra o las generaciones de los hombres a una sentencia, y me amistó con él que se dajara describir por esa magnífica frase. El parecido con Isidro era notorio. El hombre me saludó con la circunspección de un verdadero gaucho, llamándome “dotor” y agradeciéndome la generosidad que había tenido para con su hijo.

Sin darme tiempo a contestar, aparecieron a los gritos y abrazos detrás de él dos mujeres disímiles: la madre, doña Salustia, y la tía Azucena. Ambas eran muy altas y con el pelo rabiosamente rojo, pero Azucena era delgada como la Parca, mientras que Salustia parecía más bien un hipopótamo obeso, en su vestido floreado de gorda, con su nariz respingada que no la favorecía, dándole el aspecto más porcino que yo había podido observar desde la Piggy de los Muppets.

Todavía con el hijo entre sus brazos rechonchos, tal vez en respuesta a un gesto de don Atanasio que no pude notar, doña Salustia me agradeció todo lo que había hecho por Isidorito, a lo que yo respondía con los consabidos “no es nada”, “él se lo ganó”, esas cosas, cuando apareció como una ráfaga la Rosaura, la cuñada, se le tiró a Isidro al cuello en un abrazo, y otra vez empezaron los gritos de las tres mujeres.

Don Atanasio dijo lacónicamente “vamos adentro”, y este ensalmo bastó para que se interrumpiera en seco toda efusión, y el grupo, incluyéndome, obedeciera ciegamente la orden. Recién en el interior de la casa Isidro me presentó a la cuñada.

La Rosaura era baja, achinada y oscura. Llevaba las crenchas atadas en un pompón en la nuca. El parto reciente le había dejado algunos kilos de más. Pero tenía como una pirotecnia en los ojos negros y en su sonrisa perenne, y tanta gracia en los gestos y en sus ocurrencias, que el adjetivo donosa acudió a mi memoria como dotado de voluntad propia.

El interior de la casona, espacioso y fresco, contrastaba con el infierno de la intemperie. Pasamos al comedor, en donde el padre ya se sentaba a la cabecera de una inmensa mesa ovalada, rodeada de doce sillas de alto respaldo de madera labrada y tapizadas en cuero. Isidro y yo nos sentamos a la mesa mientras las mujeres revolotaban con platos, cubiertos, y otras cosas, mientras nosotros charlábamos, en un ejemplo de jerarquía de género al que yo no estaba acostumbrado –y me encantaba –.

Uno no podía evitar imaginarse al hombre diminuto escalando el cuerpo de la mujer enorme para engendrar los hijos que indudablemente vinieron, y la imagen aludía a ciertas parejas de arañas, pero en este caso la hembra no devoró al macho después del coito, en este caso el macho sobrevivió para reinar en el feudo adquirido por dote como amo y señor indiscutible, y había algo grotesco en ese hombre ínfimo gobernando con mano de hierro a esas señoras colosales en su propia heredad.

En ese momento llegó Tadeo, el hijo mayor, e Isidro se levantó de la mesa para abrazarlo efusivamente diciendo “¡hermanito!”, ante el visible disgusto de don Atanasio porque se cometiera tal descortesía en su mesa.

Pronto estuvo todo dispuesto para la comida, principalmente carne, huevos y ensalada, regada por un excelente vino borgoña que intuí destapado para la ocasión.

Contrariamente a lo que yo esperaba, porque supuse que don Atanasio impondría un orden monacal, el almuerzo transcurrió alegremente, con Isidro contándoles anécdotas de la facultad, con risotadas y en un festivo desorden del que incluso don Atanasio participaba. Presumí que, lejos de todas mis predicciones, la semana se me haría muy corta.

Después de tan agradable sobremesa, pasamos a los dormitorios, en la planta alta, para hacer la ineludible siesta provinciana. El dormitorio que me asignaron era elevado y espacioso, con piso de madera entarugada y ventanas con cerrada celosía. Las paredes estaban pintadas de un verde agua que se notaba descascarado por la humedad en un ángulo del techo. El mobiliario consistía de una cama ¡de dos plazas!, con dos mesas de luz, un gran ropero de caoba con la amplia cómoda haciendo juego. Sobre esta cómoda, la luna de un espejo me devolvió mi imagen. Dos sillas tapizadas de raso verde y una mesita con una jarra de agua y un par de vasos completaba el moblaje.

A pesar del cansancio, o quizás a causa de él, me costó conciliar el sueño. Pasé un rato largo tratando de recordar un antecedente de la palabra “donosa”, que no suelo usar, y sólo pude recuperar un verso de una canción, seguramente folklórica, probablemente una zamba, tal vez interpretada por Mercedes Sosa, que decía:

“...de la donosa de la ciudad...”

Nunca más volví a escuchar esa canción, así que puede no haber existido nunca fuera de mi imaginación.

Me di cuenta de que había dos miembros de la familia que aún no había conocido: el sobrinito y el “agüelo”, las dos puntas de la familia. El más viejo y el más joven no se sentaron a la mesa. Ya habría tiempo.

El carrillón de abajo sonó solemnemente varias veces, no sé cuántas, pero sé que me dormí antes de que dejara de sonar.

 

(Continuará)

 

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  • Autor: Julián Centeya (Seudónimo) (Offline Offline)
  • Publicado: 22 de febrero de 2018 a las 01:05
  • Categoría: Cuento
  • Lecturas: 43
  • Usuario favorito de este poema: Jorge Horacio Richino.
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Comentarios3

  • Jorge Horacio Richino

    Buena historia, continuaré con su lectura para conocer los acontecimientos de esas cortas vacaciones con una familia singular, en el medio del campo!
    Un abrazo!!!

    • Ӈιρριε Ʋყє ☮

      Ya está el episodio 3.

      Empieza el nudo de la historia...

      • Jorge Horacio Richino

        Si ya lo he leído!
        Muy interesante, Dotor!
        Un abrazo!!!

      • Esteban Mario Couceyro

        La siesta..., he dormido algunas en casa de campo, retornan a mi la frescura rancia de las paredes de adobe y esa penumbra acogedora.

        Un abrazo.
        Esteban

        • Ӈιρριε Ʋყє ☮

          ¿Viste que las siestas en el campo son distintas a las siestas en la ciudad?

          Un abrazo, gracias por leerme

        • Anton C. Faya

          Vamos Julian, metele sangre...
          Nos mata la curiosidad !!!



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