La extraña muerte del señor González

Esteban Mario Couceyro



 

El atardecer, se extinguía en colores rojizos y amarillentos, con largas y finas nubes intentando avanzar por el sudoeste.

Es el inicio del mes de junio y en la Bahía, aún no se siente el frío invernal de otros años, como decía una señora que conocí, “desde la bomba atómica, está todo loco”. Madame Dridrí, en su media lengua franco-argentina, se remontaba a sus épocas de corresponsal de guerra en el Canal de Suez, asociando todos los males a las bombas tiradas en Japón.

 

En estas digresiones, estaba el señor González, embutido en su gabán negro, parado en la esquina, presto a cruzar hacia el puente Colón.

Siempre que cruzo el puente, me parece que me encamino hacia otro lugar.

Lugar, no otro barrio…, una zona fantástica, dónde ocurren cosas tan fuera de lo común, tan fuera de la vida.

La vida, no me pondré a justificar las razones que me llevan al puente, buscando un lugar algo dramático, donde puedan encontrarme. Un lugar estéticamente adecuado, que posibilite buenos en encuadres de mi situación final.

 

Hoy me levanté muy temprano, preparé mi higiene personal, como todos los días, en las necesarias rutinas. Cuando me afeitaba, me observé detenidamente en el espejo.

Vi esa mirada triste, que casi todos ven en mi. Intenté algunas muecas con escaso éxito, logrando un penoso resultado.

 

Dediqué el día a dejar resueltos un sin número de detalles necesarios para el desenlace de mi situación. Escribí algunas cartas, a familiares y amigos, además de una nota dónde asumía la responsabilidad de mi acto.

 

Ya el día se agotaba en un atardecer inexorable, dejé un sobre con dinero a Lucía, mi fiel ama de llaves quién seguramente, llorará por mi, será la única.

Antes de salir, busqué dentro de la mesa de luz, el revólver heredado del tío, un militar retirado en la revolución del 30´.

No supe como ni dónde ponerlo, así que fue a parar, en el bolsillo derecho del gabán, al ponerlo, el cañón rompió el bolsillo, eso me contrarió tanto que por poco me cambio de ropa, siempre vestí pulcramente y hoy justamente en este día, se rompió el bolsillo.

 

De todas maneras salí de mi casa, caminé por la avenida saludando con lo justo a algún transeúnte supuestamente conocido.

Llegué hasta aquí y ahora, se levanta una leve brisa del sur, que hace que suba el cuello del gabán para cubrirme del frío.

 

Tengo que cruzar, el semáforo así lo aconseja y ya estoy subiendo por la curvatura del puente.

Todo se siente desolado, poco tránsito y no veo peatones, tal como lo pensé no hay nadie que estorbe mis planes.

Ya llegué al punto medio del puente y estoy mirando al noroeste, como el sol se oculta en un sin número de colores rojizos y nubes orladas de dorado.

 

Un grupo de gaviotas, regresa, mientras una bandada de loros, aturden buscando cobijo.

Mi mano, tomada al revólver, adivina sus formas dentro del bolsillo y mis pensamientos divagan en cómo fue diseñado, cómo se le ocurrió al artesano, cada uno de esos detalles, cual fue el cálculo de materiales…, hasta recordar cuál es el motivo por el que estoy aquí.

Llegó el momento, mi mano comienza a sacar el revolver, lentamente y mis pensamientos se disparan en varios temas al unísono, cómo me verán mañana, quién leerá la nota que llevo en el otro bolsillo, quién le avisará a mis familiares, que dirán, los loros ya se callan y el sol se fue por el horizonte, ignorándome en esta especial circunstancia.

 

Todo se corta, como un inmenso tajo, siento una voz que me pregunta si tengo fuego.

 

Azorado, me doy vuelta intentando enfocarme en quién está demasiado cerca, un sujeto aparentemente marginal, encapuchado, no puedo ver su rostro, solo asoma un cigarrillo sin prender y sus manos haciéndome el gesto del encendedor ausente.

 

Siento miedo, de las intensiones del sujeto, está tan cercano, quizá quiera asaltarme, por estos días, la inseguridad en las calles es un tema complicado.

 

Con la mejor voz que dispongo, le digo que no fumo y continúo caminando por el puente, con la sensación que seré atacado por un maleante, por la espalda, será con un cuchillo, podré recuperarme, deberán operarme, cuantos meses estaré internado…

 

Ya estoy en la primera cuadra del otro lado del puente y me sumerjo en el primer negocio que encuentro abierto y miro ansioso por la vidriera, por si me seguía el sujeto.

No lo vi y ello me tranquilizó un tanto, hasta que a mi mente llegaron los pensamientos interrumpidos… ¿Dónde encuentro el lugar solitario, ideal para mis propósitos?.

Seguí caminando, temeroso de ser abordado por algún asaltante y recordé la plaza que apocas cuadras de allí, me espera.

 

Es una plaza pequeña, de árboles crecidos y algunos bancos en malas condiciones. Elijo uno y tras inspeccionar la pulcritud del mismo, me siento y observo si hay gente al rededor.

Solo veo a un niño circular en bicicleta, por la vereda exterior de la plaza, como si quisiera romper récords en una pista.

Esa visión, me trajo los recuerdos de mi propia niñez, mi bicicleta y el miedo a caer.

 

Estaba en estos recuerdos mentales, cuando alguien se sienta a mi lado, giro la cabeza para verlo y el corazón se acelera al ver el sujeto del puente, que saluda con un torpe “Vio Don, conseguí un encendedor”, tras lo cual enciende el cigarrillo, aspira profundamente dejando salir el humo por la boca abierta como un túnel, en silencioso jadeo.

 

Esto me molestó sobremanera, quedé observándolo detenidamente, pensando en lo odioso que resulta el individuo, en un momento tan importante para mi.

 

No tenía dudas, pretendía robarme y la soledad absoluta de la plaza, favorecía su deseo. El temor se apoderó de mi, cuando veo que introduce su mano dentro del abrigo. Los nervios hacen que me incorpore con rapidez y sacando mi mano del gabán, empuñando el revólver y sin mediar palabra..., disparo.

Sus ojos, miraban azorados, fijamente a los míos, no podré olvidarme de esa mirada. La cabeza se fue hacia atrás, pero los ojos seguían mirándome ya vacíos.

 

Entré en verdadero pánico, puse el arma en su mano y huí del lugar.

Ignoro cuantas cuadras caminé, ni a dónde llegué. Una obra en construcción solitaria, en ella me guarecí en la mas absoluta oscuridad.

Al amanecer, abandoné el escondite y continué caminando varias cuadras en dirección al centro de la ciudad.

 

Al encontrar un quiosco, busco el diario local y veo en la primera plana, “ La extraña muerte del señor González”, en mi pecho sentí un vacío absoluto, no dando crédito a lo leído “ Fue encontrado en la plaza, aparentemente se suicidó según indica una nota de puño y letra del extinto...”.

No puede ser..., si González soy yo, estoy acá, el muerto es el otro, el que quiso robarme...

 

La risa nerviosa, enmarcó la expresión al subir la mirada y verse reflejado en la vidriera del quiosco.

Vio al sujeto del puente, en el reflejo de la vidriera.

 

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Comentarios2

  • Martín Raviolo

    Muy lindo.el Cuento !
    No se porque me pareció que la personalidad del Sr González podría tener algo de vos.
    Un abrazo

    • Esteban Mario Couceyro

      Como autor, los personajes llevan sin dudas algo de mi, puedes encontrar en ellos grandezas y miserias de un hombre gris. Una especie de arco iris por la refracción de la personalidad del autor.
      Siempre tengo la imagen que la creación, es para mi como un pasillo, con infinitas puertas (los personajes) y que hay una puerta, que no debo franquear (la locura).
      Un abrazo.
      Esteban

    • El Hombre de la Rosa

      Hermoso escrito reflexivo has plasmado en tus bellas letras estimado amigo Esteban
      Un placer pasar por tus letras
      saludos de amistad
      El Hombre de la Rosa

      • Esteban Mario Couceyro

        Gracia, por tus palabras, estimado Críspulo, el personaje transita el suicidio, con la ambiguedad de quién quiere escenificar un acto propio ante los demás y al mismo tiempo teme a los otros ante su propia debilidad.
        Un abrazo.
        Esteban



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