La chica cursi

Samuel Santana

Con el pelo suelto se echó a la calle.
Llevaba tacones y un bolso de perlas.
A su paso,
alguien admirado le habló,
pero no se inmutó.
Con boca carmesí,
cejas de almizcle
y pómulos de polvo
iba a tranco.
Era invierno y las hojas
rodaban a su paso.
Con ojos pardos
y el cuello erguido se fijó
en el gato agarrotado sobre
el ventanal azul.
Un mustio joven camionero,
plantado en la estación,
le propuso un tirón.
Como un troglodita,
calcinado de humo,
ella lo desdeñó.
-Me gustan las camelias-le dijo-
y también las auroras.
Siguió jadeante
y frente a cristales
miró marcas extravagantes.
Los pobres en la iglesia con
ojos lánguidos
la estudiaron.
Siguió hacia el altar
y se encorvó ante el
sacrosanto Cristo.
Atravesó la plaza.
Eran las once y sentía
que el tiempo volaba
mientras caía una
espigada llovizna.
Le ocurrió lo temido:
el gran amor de su sueño
se había ido en el último vagón
de un tren torcido y alborotado.
Como no había dormido
sobre rieles soñó ser
besada a orillas
de un cielo infinito
y de estrellas amargas.
Al día siguiente,
su encrespada imagen fue
el blanco de un
diario ensangrentado.
"¡Dios mío! ", exclamó
el camionero en un
pueblo desamparado.
Pero ella,
en su sueño eterno,
con el pelo alborotado
en una barcaza llena de flores
con un príncipe se marchó.  

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