Estrella de madera (cuento)

Octavio Márquez

Hace mucho tiempo, antes que nacieran las estrellas y se separaran los continentes, existían cuatro grandes naciones que convivían en armonía: La tortuga, el dragón, el tigre y el fénix. Cada nación tenía un trabajo específico para mantener el equilibrio en conjunto. Duró tanto tiempo que crearon fuego, tocaron los cielos y animaron el aire con sus palabras. Pero lentamente empezó a quebrarse esa unidad. Hubo discordia, resentimiento e ira entre las naciones. Esto desembocó en una vorágine de acero, fuego y lágrimas. La tortuga nadó hacía el norte y ahí decidió dormir. El dragón atacó con sus fauces el cuello del tigre y este desgarró su vientre con sus garras. El fénix voló hacia el sur. El tigre caminó lentamente al oeste, donde murió y su sangre convirtió los inmensos bosques en páramos desolados. El dragón cayó al agua y de sus entrañas nacieron temibles y gigantescos monstruos, que devoraron  el fuego del fénix e invocaron la ventisca, y fue sepultado entre gruñidos entéricos y nieve.

     Los hijos de estos representantes que quedaron se devoraron lentamente en el calor de la guerra para mantener su supervivencia. Ya no había hijos de nadie, sólo un montón de guerreros salvajes que luchaban por un poco de alimento. Pero entre este mundo se había convertido en una orgía de caos y llamas, lloraba un niño. El fuego se inclinaba ante él, no lo tocaba. Y su nombre fue Sísifo.

     Al crecer, este niño desarrolló habilidades para el combate. Su flecha no fallaba y su espada era poderosa. Unió a muchos hermanos perdidos a su causa y lentamente llegaba la paz. Pero los peces hicieron alas y llevaron el caos a la tierra, empañaron el cielo con su fétido aliento y todo era oscuridad y frío. En una de las batallas, Sísifo fue herido y arrastrado al mar para ser devorado por su dulce sangre, pero los habitantes marinos se pelearon entre ellos por este manjar y en su descuido, se extravió entre las corrientes oceánicas. Entre delirios miraba lo que quedaba de cielo aferrado a un caparazón roto. A lo lejos podía ver tierra, y con las pocas fuerzas que le quedaban nadó entre su sangre y se arrastró sólo para desvanecerse al salir del agua.

     Al despertar, se dio cuenta que sus heridas habían sanado y su cuerpo estaba ungido con un bálsamo, no sentía frío, pero aún estaba débil, y durmió durante tres días más. Un aroma a rosas lo obligó a abrir los ojos. Al hacer esto se asombró al ver a su salvadora. Su cabello de ébano era largo y rizado. Su faz tan clara como el manto níveo que cubría toda la tierra del sur. Por un momento se perdió en sus ojos castaños. Ella se presentó: Su nombre era Heli y era la heredera del fénix del sur. Le contó cómo había sido robado el fuego de su pueblo, y sus habitantes congelados, no sin derramar algunas lágrimas. Mientras ella hablaba, Sísifo apretaba los puños tratando de contener su rabia. Intercambiaron más palabras, hasta que, trémulo y más muerto que vivo, Sísifo se puso de pie en busca de una espada para combatir.

     Al cruzar la puerta dio unos pasos, miró hacia ella y continuó caminando hasta perderse entre la ventisca. Cada respiro era una tortura, cada paso necesitaba toda la fuerza de su cuerpo, su vista se nublaba, se perdía entre el aire helado. Un súbito estrépito lo sacó de su letargo. El hielo se estremecía violentamente, el hielo se partía a sus pies. Una cola inmensa se asomaba entre los brazos marinos. Con una fuerza fuera de este mundo, se estrelló contra el hielo, lo hizo pedazos. Intentó mantenerse en pie, pero era inútil. No había dónde. Antes de salir a dar la primera bocanada de aire, fue engullido por aquella bestia colosal.

     La frialdad dentro de ese asqueroso animal era tal, que no hay palabras humanas que puedan describirla. Podía sentir como se hacían pedazos sus pulmones con cada aspiración. Sus huesos, su carne temblaban con tanto vigor, que las palabras “calor, sol o fuego” habían sido amputadas de su mente. Un último impulso lo obligó a intentar apuñalar desde dentro al monstruo. Pero lo único que consiguió fue que su espada se rompiera. Y él con ella. Nuevamente durmió entre hielo y oscuridad. Se paseó como hoja en el viento, dentro de ese deleznable animal. Tratando de recordar el último rostro que había visto, las últimas palabras que había dicho. Lentamente su cuerpo era cristalizado por los vapores que ahí bailaban. Sus dedos, sus piernas y su espalda perdieron todo rastro de fuerza. Y antes de cerrar los ojos, pudo ver una pequeña luz. Un susurro en el viento le alentaba a llegar ahí. Era más hielo que hombre. Con lo que quedaba de su cuerpo pudo llegar hasta esa antorcha congelada que con cada vez más fuerza le decía: “El que sea digno de la llama llegará hasta mí”. Poco a poco se desvanecían los cristales de su cuerpo. Más pronto que tarde consiguió erguirse de nuevo. Pero no podía romper aquella prisión. El fénix yacía atrapado y ninguno de sus golpes conseguía hacer la menor grieta. Harto de no conseguir nada, estrelló su cabeza contra aquella maldita roca. Su frente sangró irremediablemente y al fin consiguió vencer el hielo. Antes de caer, una mano lo levantó y dijo: “Ahora la llama del fénix está en tus manos, devuélvela a donde pertenece”. Tocó su pecho, y en un instante pudo sentir la fuerza del sol en su cuerpo. Le dio un arco y una espada refulgente. Ambos se miraron a los ojos y el fénix dijo: “Con esta flecha de estornino limpiarás el cielo, pero tiene un precio, ¿estás dispuesto a aceptarlo?” No dijo nada y asintió con decisión y dolor. Ambos se hicieron uno, el ave de fuego se convirtió en sus alas y armadura.

     Cerró los ojos y tomó una respiración profunda…con la fuerza de un aleteó destruyó a la bestia. Y despejó el frío del sur. Las personas petrificadas por el hielo despertaron y se vio el sol nuevamente. Raudo como relámpago voló hacia donde estaba la guerra. Hacía aquel páramo que una vez llamó hogar. Todas las criaturas se dieron cuenta de su presencia, de su olor y de su luz. Atacaron. Tomó su espada, la elevo sobre su cabeza y se multiplicaron. Cada una golpeó el pecho de las alimañas. A todos los exterminó con su acero y fuego. Pero el cielo aún seguía apagado. Se elevó un poco más y sacó la flecha. La miró con tristeza, miró al horizonte, la puso en el arco y la ancló en su cara, cerró los ojos. Sólo había una cosa en qué pensar…y disparó. Aquel cometa recorrió mil veces en un segundo todo el globo, limpiando la polución y dejando entrar los brazos de Helios. Sólo había una forma de detenerla. Voló para interceptarla, extendió los brazos…la flecha impactó su corazón. No sólo él lo sintió.

     Deslumbrados sólo pudieron ver caer plumas y sangre áureas entre tanta luz, la imagen de un hombre desplomándose y ser devorado por el desierto. Siete días para que toda la sangre de Sísifo abandonara su cuerpo. Súbitamente la flecha se convirtió en un árbol que rebasaba el cielo, y de su sangre nació un bosque. Ya no había desierto en ninguno de los puntos cardinales.

     Había hecho una promesa, había prometido volver. Cada lágrima se convirtió en una estrella, en esperanza para aquellos que buscaban consuelo en el vacío cielo nocturno, en una carta para la hija del sol. Para su amada.

 

Octavio Márquez. 

  • Autor: Octavio Márquez (Offline Offline)
  • Publicado: 25 de octubre de 2015 a las 22:11
  • Categoría: Sin clasificar
  • Lecturas: 72
  • Usuario favorito de este poema: Dolores Soto.
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