Uno baja por Ochomogo

Uno baja por Ochomogo y toma a la izquierda

sigue trescientos metros, gira en la misma dirección

y sube como yendo hacia el Irazú, pero no sigue

sino que al llegar al Cristo de Pacayas, dobla a la derecha.

Y desde ese instante el camino, como un río, te lleva

de gozo en gozo, de sorpresa en sorpresa

A ambos lados de la calle, en perspectiva, están ellas

en exposición de óleos, las casas, comercio, iglesias

fuertes, vivos sus colores se suman al fondo verde

del macizo, vestido de montaña y plantaciones.

Por allá viene un hombre con botas de hule y pala al hombro,

sigo rodando, y allá viene otro, y uno se lava las manos en el tubo.

Sudor, sombreros, mangas largas y ropas trabajadas,

mucho movimiento, al tiempo que una gran paz llena todo

Me besa una brisa bresca, intensa, que a su paso todo lo besa.

Si todo es bello, hay más: aparecen casas de antigua belleza,

pienso que además de un trillo del Paraíso, me volví en el tiempo

y paso por estas casas, hechas de amor y arte, joyas del camino.

En las laderas del macizo hay inmensos tapetes de colores

tejidos ordenadamente en puntadas de repollos y coles.

Voy rodando por la cresta de la montaña en sinuoso baile,

y al fondo de los precipicios hay tapetes en todas direcciones,

dulcemente bordados sobre esta muchacha de 3.339 metros

adornada de hortalizas, frutas, leche y quesos.

Hay trayectos que la montaña muestra su piel desnuda

tatuada en surcos, listos para recibir milagros de semillas

y hay instantes del camino que el paisaje se abre inmenso

en montañas, laderas sembradas  y unas cataratas.

Paso por Santa Cruz, y llevo pan casero y queso

para tomar este café con el que repaso el recuerdo,

en el comedor de mi suegra, en el pueblo de Turrialba.