LA VIDA NO ES UN CUENTO

Sherezade, nombre bajo el que se oculta

la verdadera María Rodríguez,

hija de una loca y un suicida,

trabaja en un prostíbulo

al pie de una carretera secundaria

que huele a mala muerte

donde se dan cita camioneros de la ruta,

borrachos melancólicos

y murciélagos que buscan oscuras amapolas.

Ella mezcla sus sueños con ginebra

que se bebe las mil y una noches

bajo las sucias lámparas de neón

que al frotarlas

no ofrecen la imagen de los genios,

como mucho, la aparición de algún viejo solitario

que se resiste a ingresar en el asilo del olvido.

Ulises Pérez parece vivir

en el extraño país de los Lotófagos

pero regresa cada noche a su pensión,

su Itaca sin Penélope o Telémaco,

revuelto en oleajes de alcohol,

en tempestades gigantes de amargura

pensando en la sirena que perdió

en la triste bajamar de su cordura.

Simbad García nunca viajo por los siete mares

pero se arrastra malamente los siete días de la semana.

Vive en una chabola encajonada

en las venas de una barriada periférica

de una ciudad que sangra desempleo

y cruza cada mañana los charcos bacheados de su calle

como si fuese una cáscara de huevo

en busca de trabajo o limosna

que le ayude a matar el hambre de sus hijos.

Caperucita Lopez es una estudiante de primaria

y el lobo, el manso lobo,

es un muchacho que la persigue los recreos,

que pinta corazones flechados con dos nombres

sobre la madera alunada de un pupitre

y que cada noche escribe poemas solitarios

que son los aullidos inocentes del deseo.

Aquiles Gómez jamas estuvo en Troya

pero sí en otra guerra del carajo,

donde una mina fabricada a las afueras de Madrid

le voló su talones tan tocayos.

Ahora, parapléjico y mutilado,

tendido en el colchón de un camastro

que da a una ventana sin cortinas,

ve pasar por ella las oscuras golondrinas

y sueña con ser pluma leve de los pájaros.

Ya ven, la vida no es un cuento

pero alguien debe contarla sin reparos.