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Gerardo Guinea Diez



Ser ante los ojos (A mediodía X)



Toma de la mano al hombre,
al niño,
a sí mismo;
el tiempo dicta su sentencia:
todos serán obligados a la valentía
a pesar de su miedo.
Quizá después, muy después,
vendrán los demás que salven a la historia.
Pero ahora, el clamor es uno:
empuñarán la espada del humo,
como lo hizo Barrios en occidente,
Turcios en el oriente,
Yon Sosa en las selvas mexicanas,
imitando la hazaña de Díaz en Puebla,
o Morazán marcado por el metal
y su destello que apenas alcanzó
para la débil empuñadura
de una epopeya.

Ahora el niño,
ahora el joven,
ahora él,
casi hombre, casi;
porque todos querían morirse enteramente
detrás de la sombra de la vida.

Pero la fortuna en su terquedad,
los fue haciendo viejos,
hilando los días para beberse
la ancianidad ociosa
de nuestras públicas pesadillas.

El ser, reunido en las vísceras
de la cólera colectiva,
insuficiente como acicate;
nula para recuperar el Arquetipo;
y en el juego de mártires y verdugos,
un crimen se sumó a otro crimen
y a pesar del ruego,
las holladas tierras abrieron
sus brazos al coraje,
y éste, nostálgico,
cambió la versión original de la patria.

El hombre
(casi hombre a fuerza de ser tan joven)
entiende que no había versiones originales,
era una,
una nada más,
la del porvenir profundo,
la de los cuatro horizontes,
la del maíz amarillo,
rojo,
negro,
blanco;
era una nada más,
la de las armaduras
y el dulce barroco antigüeño,
la que irrumpió las almas
y las conciencias para adueñarse,
con el puño encrispado,
de las verdades;
era una, sólo una;
la de las voces de los muertos,
la de las palabras esenciales,
como las de Landívar,
Monterroso, Cardoza y Aragón, Asturias,
como las de Otto René Castillo y Obregón,
que entendieron la inutilidad de estar ciego,
pero también la de tener ojos y no ver.

Era una,
una,
sólo una.
¿Era?
La de las diminutas muertes,
la del porvenir asesinado,
la del infinito que nos depara
el achacoso hoy.