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Gerardo Guinea Diez



Raíz del cielo (III)



Raíz sabia que me engendró en el grano de trigo,
fiesta del polvo salamandra y unos azahares a tiempo,
a la hora del coraje,
vidrio de milagros,
hábito a fuerza de su peso moral;
bondad indefinible aprendida todos los días,
a cualquier hora,
en el desayuno compartido,
en la vergüenza ajena hecha nuestra,
arrancada a la noche sin fronteras;
mar milagroso de nardos y canciones de Agustín Lara y ella
colando los frijoles,
soñando con estar viva,
enseñándome a estar lentamente vivo,
sin memoria quemada,
inocente,
vertiginosa rosa elegante.
Ella, raíz de la luz, fábula dulce,
piedra feliz y un delantal floreado;
raíz del alfabeto,
raíz soberana con el cuerpo ceñido a su corazón
esperando una o dos veces por semana.

Ella, la de las manos tibias,
apacentando la calma frente a la encrespada vida;
raíz unánime en guerra con el aire,
dando frutos dulces:
el postre,
el pan de las mañanas,
la tibia leche.

Ella que me trajo no de la nada hacia la nada, no;
ella, la que me trajo del todo hacia el todo,
invención derramando su luz sobre las baldosas frías
y el azul reinante en la rosa sola en medio del mantel de
flores.
Ella,
unánime belleza ausente por la flama de largos años.

Ella,
raíz de la luz,
hoy viento gris sin saber qué hacer con la torpeza de unas
manos acabadas de nacer.

Ella, raíz de una danza de amarillos pulidos en la cintura
de las estrellas,
festejo de la memoria de su pájaro en la jaula que había
que limpiar todos los días,
gloria no perdida y hoy recuperada sin muchas lágrimas.

Ella,
raíz meditada sin alardes y la honda mano,
fervor redimido en la inicial frontera de una montaña
donde empieza Europa.

Raíz entera que nació en ese confín vasco y ella bebiendo la
luz de ese rito que desertó de su geografía originaria.

Él, padre de la raíz,
raíz, madre mía,
universo con banderas y datos suficientes.

Él, Ildefonso,
resurrección y su asombro campesino frente a la revolución
mexicana,
en la nave ciega y un mar de mentiras.

Él, realidad vertiginosa y sentida a la orilla del corredor
oyendo las últimas noticias de la derrota nazi sin saber que
su geografía adoptada guardaba el encantamiento de un
émulo muerto,
mientras la siesta nacional suspiraba por fábulas y
elegancias de almacenes felices,
repletos,
mientras alguien creía en la fuerza del relámpago que
llegaría años después a fundar el linaje y la casa sin
penumbras.

Ella, raíz de una raíz que hoy perdió la luz,
esa luz primera,
la del asombro,
la de la naranja,
la de la granada,
la del plátano
y el mercado con sus silencios puros y sus colores siervos de
una orfandad de oscuridad.

Ella, con sus noches con filos valientes y sus pasos torpes;
ella, aleluya desahuciada de un cielo sin uvas,
añorando la claridad de la tarde y el color de los miércoles,
barca con un himno y oros derramados sobre las macetas
de los geranios sin mucho abril y abundantes ríos sellando
alumbramientos,
denegando el perdón a pesar de que ella siempre declinó eso
de los vómitos y los arranques violentos.

Ella, hoy, brasa encantada,
serena, vivida en adioses y paciencias de antología.

Ella, la que es raíz de la raíz,
sol despacio sobre la arena de noviembres fríos como los
que siempre recordó Ildefonso,
sonámbula e incierta en esas manos que me calientan y
dibujan en el aire,
a falta de luz,
bendiciones y alientos oportunos.

Ella que vio a su raíz primera balancearse en el sillón del
corredor en noches silenciosas.

Ella, raíz que fue sombra de su raíz mientras él se quedaba
en el desperdicio de las horas añorando sus tierras y viendo
impávido la revolución del 44,
perdonando a Árbenz porque le midió la finca y jamás dijo
nada por el trágico destino del coronel que terminó en
ceniza,
pero ella siempre supo que esa ceniza sería abono y
revelación.

Raíz encinta de un mar eterno,
como un sol y una luna;
raíz, ternura parida para la desmemoria,
sed que a diario miente porque no desea ser otra vez
víctima de rebaños mientras la hierbabuena enverdece sus
manos en lo que llega la tarde,
en lo que se consuma la hartura de la luz,
en lo que la soledad esbelta arriba y le hace compañía y se
hunde robusta en la nada.

Raíz ciega, alimento de luz de mis ojos,
esfuerzo de la fuente por esmaltar un universo misterioso
que se pudre en la modorra fruto del aburrimiento,
fin de un camino que se quiso y se supo un huerto de lirios
y horrores,
un jardín de luces centellantes y unos hijos fuertes gracias a
su fragilidad aparente.

Raíz olvidada para recordarse todos los días,
en el primer beso,
en la mano que condujo segura hacia el sendero de las
cosas cristalinas.

Raíz,
piedra clara pedagoga del aire y la fragancia del agua;
raíz, cese del tiempo,
ángulo sentido de magias y días sin distancias imprecisas y
rudos asombros.

Raíz, densa tierra en raíces y en la mansa costumbre de la
paciencia y la sabiduría;
raíz idéntica a sí misma,
estupor a la deriva
y manos vacías,
desbordadas por una inhóspita soledad.
Raíz, sucesiva abeja sin color,
lista para los asombros como si la vida fuera una fiesta de
ángeles al mediodía.

Honda la mano que atrajo los frutos para que Jasón
rescatara el Vellocino de Oro;
honda la mano al renacer de las cenizas y resucitar la
memoria con ayuda de Clío,
aunque todavía las cáscaras del fruto infame intenten
borrar miles de nombres.

Honda la mano que ayudó a Calíope a decir sin decir del
terror,
épica aún tibia en las madrugadas y los amaneceres fríos.

Honda la mano que rubricó la lírica de los gritos ante el
espanto de Euterpe.

Honda la mano al secar las lágrimas de Melpómene ante la
tragedia que hoy quieren justificar con novedosos libros
de muchas ediciones.

Honda la mano al impedir el atropello del canto para que
éste resonara alto y su eco fuera el resumidero de verdades
que Terpsícore ayudó a difundir.

Honda la mano al desistir del bochorno y en cuyo nombre
Erato nos dio su ebria certeza de un mundo posible.

Honda la mano que nos regaló la raíz,
mi raíz,
la que nos acompañó por los reinos de Proserpina.

Honda la mano,
vecina del corazón,
habitación fresca,
tanto como el agua de Al-Andalus.

Honda la mano al perpetuar las derruidas esperanzas,
abono cierto para aquellos días abrumados,
aunque los turistas ayudaran a crear un ambiente de postal
y normalidad.

Honda la mano al dar fe del milagro de nuestra devastadora
epifanía.

Honda la mano,
rodeada de flores y una felicidad sin término,
como la de su padre, raíz inicial,
que se quedó en medio del puente de arcos y la casa
derruida,
con el trigo esperando su regreso,
retrato propicio para lamentos,
aunque el tiempo jamás volvió a estar para quejas.

Honda la mano que adivinó la señal y la raíz haya escapado
del laberinto de Dédalo y lo haya desentrañado en un
remoto lugar de América y él haya escapado con ayuda de
Ícaro,
pero, cómo explicarlo sin serranías,
ni olivares,
ni trigo,
ni olvidos turbios,
sin nieve ni méritos quemados por un sol en donde todo
podía suceder,
todo:
el jazmín,
la flor de izote,
el maíz,
el café,
la resignación del trabajo servil,
el dictador y el matón de peones,
y él, añorando su casa en L,
callado bajo lluvias sin medida,
tanto como los atropellos,
callado como una cerradura,
queriendo ser Teseo,
deseando su puente de arcos largos y el río paciente que
tarde o temprano siempre lo llevaba al misterio del trigo,
pan en la mesa, luz entera,
merecida y absorta ante la arcilla de las manos.

Honda la mano que plantó la raíz del cielo y el viento
arrastró en su laberinto de días y años,
reptando entre nevadas y la aventura al atreverse a cruzar el
Atlántico,
señal simple de un camino sin retorno.

Honda la mano tenaz al volver a crecer como una verdad
sin remedio en la fresca madrugada y establecer la
disposición definitiva de una nada bienhechora,
región de tormentas tropicales y brisas suaves como la seda
de la mujer que años después sería raíz de mi raíz y que
hoy es palabra y verbo suficiente para las altas paredes al
entibiar entre sus sombras a mis hijos,
nietos de la hija del padre de la raíz.

Honda raíz del cielo,
parcela alumbrada por Vesper,
espejo que reproduce las frondosas mentiras y verdades de la
tierra donde descansa la raíz.

Honda la mano tibia enmedio de días idos como el río bajo
el puente de arcos,
como las palabras al agotarse,
como los sueños al renacer,
como el tiempo que fenece y surge en una raíz más honda.
Honda la mano al escarbar en la tierra las lombrices que
alimentan el fruto y la gradual lejanía de un futuro que no
se apura.

Honda la mano al cruzar las raíces y en su blancura
garantizar la repetición del gesto y la teoría de la materia y
el tiempo.

Honda la mano que dispersó la raíz por México y España,
honda la mano al entender la señal y abrir su pequeño
surco de materia enamorada en Mazatenango.

Honda la mano al ser un reino olvidado que florece día a
día en los geranios añorados de un jardín en México y
Guatemala.
Honda la mano al extender su prole y evitar que ésta fuera
óxido y neutra estirpe,
honda la mano que hoy arranca el corazón y sólo sabe de
tejidos y memorias al esconder voces y ecos todavía vivos,
honda la mano que alivia los dolores de internet,
las masacres de Bosnia y Kosovo,
las de Guatemala y los horrores de hutus y tutsis.
Honda la mano desolada por la perpetuidad de un tiempo
hierático,
al revés,
cuello ensangrentado,
aunque,
en verdad,
la raíz seguirá siempre la llamada del mundo de los vivos,
los que seguimos con la paciencia estancanda de habitarlo
y llenarlo de frutos.