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Françoise Roy
Navajas II
          Si tuvieses una no boca, lo que de ti más me apeteciera serÃan tus no labios. Ex-capullos que acercas y repentinamente se convierten en objetos cortopunzantes y acarician mi propia boca. Y me besas, y me zurces, y me gotea la sangre en la nuca, pero no es sangre. Es como una pasta seminal, espesa y brillosa, y tu sangre se coagula en mÃ, porque aún no te he abierto.
          Sangre clara. Lugar común de los dioses que adoras. Y tú, en aceptación, retienes el hielo oloroso -idéntico a la sangre- que me enferma y me sosiega, me tapa y me restriega, no como me suturarÃas si no hiciéramos el amor. ¿Por qué no me acaricias asÃ? ¿Por qué la clara resonancia de tu alma que se concentra en mà y se queda opaca y jubilosa como un anciano apagado?
          Que asà sea, no porque tus labios sean filosos (ya son de masa blanda, lila pálidos de la hemorragia que te aquietan), sino por el calmo, suave brote desleÃdo que intuà en tu rostro sin boca.