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Eduardo Moga



Poema XX de Las horas y los labios



Ha venido la muerte: era una furgoneta o un gorrión. Un sudor blanco ha encendido la piel donde se resquebrajaban las horas, la barba constelada de silencio, los cuchillos con que inscribía mi desaparición en la corteza del sueño.

Le he chupado la lengua a la muerte: es áspera y morada. Mis papilas han tejido con sus papilas un cañamazo de sombras. He dejado en la mesa el lápiz, el cuerpo, lo que tuviese en los ojos, para abrazar con más fuerza su helado fulgor. Y he sentido miedo.

La muerte comparece siempre que paseo, que mastico, que copulo, que llamo por teléfono, que muero. La muerte tiene treinta y ocho años y las manos con que hago la cama, con que me lavo los dientes, con que doy cuerda al reloj, con que ordeno mis libros, con que escribo, en este instante, las palabras del poema. La muerte me respira cuando hurgo en las ingles tibias y anochecidas. La muerte habla el idioma de las células y los planetas. La muerte vacía los espejos e interrumpe los huesos. La muerte, como una flecha disparada contra un agua infinita, atraviesa el bosque de las cosas y se clava en la irrealidad de las cosas. La muerte bautiza a los hijos y devora sus nombres. La muerte se llama Eduardo.

Me acuesto. Oigo el oxígeno, que resuena como una chapa golpeada por las sombras. La respiración habla, como la piel, y ocupa el espacio en que me desvanezco. El corazón habla, también, y respira, flor encarcelada, con apenas esa pausa de silencio que sutura el redoble interminable, la sepultura interminable. Lo sé ahí, en la cripta de la carne, bajo la techumbre ósea, alimentando este extravío, el letargo que nos mueve, el gélido adentrarse en la noche del tiempo; me insta a seguir, pero me recuerda que me disipo. Y me asombra que exista, su luz inaccesible y mansa, su oscuridad febril, el ritmo que es sólo e insólitamente ritmo; y me asombra existir: este mecanismo triste, pero entregado, sin porqué, al mundo.

Nacen, de pronto, los muertos: en la mesa del restaurante, en el escarabajo que se esconde entre las raíces de un árbol, en el perro que defeca junto a una tapia casi vencida, en el cielo. Y me miran, como si quisieran conducirme al fuego exhausto en el que reposan. Me mira el padre, cubierto por la hiedra de la fragilidad, cuyos ojos son pelotas de dolor que arriban, descabaladas, a mis manos. Me miran quienes confiaron en mí y fueron traicionados, quienes me vieron plantar la semilla de la ira y me entregaron después el fruto de la ira, quienes consumieron su amor en mis hogueras. Me miran hombres y mujeres convertidos en pájaros negros que atraviesan un aire negro. Me miro yo, desde el barro de mí, arrasado de perecimiento, carne en lo que carece de carne, corazón azotado por la conciencia, consumido, por el miedo, hasta la desencarnadura. Mis ojos serán también un destello lúgubre cuando otros caminen por estas calles que me impregnan de polvo y obscenidad, o cuando se pregunten por qué arde el sol o por qué nos baña el tiempo o por qué olvidamos a quienes hemos amado. Mis ojos, talados, mirarán a los vivos y harán más exactos su náusea y su latido.

La muerte es el pájaro que se posa en la rama, la mano del niño sin el niño, las pupilas abrasadas por la nieve, el exilio del oro, el oro languideciendo en un turbión de labios y explanadas, lo incomprensible.

La muerte es una rosa triste en el centro de la sangre.