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Alfonso Alcalde




Salmo del progenitor

No es que me dé vergüenza recordarlo.

Ahí viene mi padre poniendo en orden

las herramientas antes de fabricarme.

Siempre tan exagerado para sus cosas:

asegurando a sus amigos que mascaría

el mar o desclavaría las estrellas

para hacer mellizos

en menos que canta un gallo.



El día que llegó dispuesto

a emprender la hazaña

le trajo un regalo a mi mamá.

Eran flores de papel y ella movía

sus grandes ojos donde nadaba libremente

el resto del mundo.



Entonces mi papá la tomó de la mano

y yo escuchando

tiritando a la intemperie

con mi cargamento alerta

de huesos y ojos alrededor.



Todo es posible. Escoger a ciegas

el destino de 100 años, pedir un capricho

mientras

se derrumban las galaxias,

borrar siempre un nombre en la arena,

sentir como el rocío

la primera tibieza de la vida

y golpear una puerta y ser recibido

como después de un largo viaje.



Luego escuché el disparo inicial.

Se pusieron a levantar mis cimientos.

Mi padre moviendo el barro como si fuera

el sencillo pan del Universo

y mi madre llorando y sufriendo

sabiendo de antemano todos los dolores

de cabeza que le iba a ocasionar

tan pronto como naciera.



Y tal como lo predijo, así no más fue.