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Ángel González
PALABRA MUERTA, REALIDAD PERDIDA
Mi memoria conserva apenas solo
el eco vacilante de su alta melodÃa:
lamento de metal, rumor de alambre,
voz de junco, también
latido, vena.
Recuerdo claramente su erre temblorosa,
su estremecida erre suspendida
sobre un abismo de silencio y ámbar,
desprendiéndose casi
de la música oscura que por detrás la asÃa,
defendiéndose apenas
del cálido misterio que la alzaba en el aire
creando un solo cuerpo de luz y de belleza.
Luminosa y precisa,
yo la sentÃa en mi ser profundamente,
sabÃa su sentido,
descifraba sin llanto su mensaje,
porque acaso ella fuese
-o sin acaso: cierto-
la única palabra irrefrenable
que mi sangre entendÃa y pronunciaba:
una palabra para estar seguro,
talismán infalible
significando aquello que nombraba.
Como un perfume que lo explica todo,
como una luz inesperada,
su presencia de viento y melodÃa
herÃa los sentidos, golpeaba
el corazón,
estremecÃa la carne
con el presentimiento verdadero
de la honda realidad que descubrÃa.
Pronunciarla despacio equivalÃa
a ver, a amar, a acariciar un cuerpo,
a oler el mar, a oÃr la primavera,
a morder una fruta de piel dulce.
Todo ocurrÃa asÃ, hasta que un dÃa
la dije bien, y no entendà su cántico.
La grité clara, la repetà dura,
y esperé avidamente,
y percibÃ, lejano,
un eco inexplicable, infiel
reflejo
que en vez de iluminar, oscurecÃa,
que en vez de revelar, cubrió de tierra
la imprecisa nostalgia de su antiguo mensaje.
Cuando un nombre no nombra, y se vacÃa,
desvanece también, destruye, mata
la realidad que intenta su designio.