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Efraín Huerta




ESA SANGRE

No la veo, no me baña su doloroso color,
ni la oigo correr sobre las piedras,
ni mis manos la tocan,
ni mis cabellos se oscurecen,
ni siquiera mis huesos se ponen amarillos,
ni aún mi saliva es verde, amarga y pálida.

No la he visto. No. No la he sentido
en mi propia sangre revolotear
como pájaro perdido, llorando
o nada más en busca de descanso.

Es horrible que no llueva sangre española
sobre las ciudades de América,
como sangre de toros embistiendo
o lágrimas de águilas.

Pero sĂ­, sĂ­ la veo, sĂ­ corre
por el cielo de mi ciudad,
sĂ­ la tocan mis manos,
sĂ­ mis cabellos oscurecen de miedo,
sĂ­ mi boca es una herida espantosa
y mis huesos roja pesadumbre.

La he visto, la he tocado
con mis propios asustadizos dedos,
y todavía estoy quejándome de pena,
de noche, de nostalgia.

Yo soy testigo de esa sangre.
Puedo decir que hablé con ella
como un árbol ensangrentado
con una casa deshabitada;
puedo decir a los incrédulos
que en su corriente iban,
secos, mudos ojos y ojos de jĂłvenes,
ojos y ojos de niños,
manos, manos de ancianos,
y vientres prodigiosos de muchachas,
y brazos prodigiosos de muchachos,
y mucho, muchĂ­simo dolor,
y dientes españoles,
y sangre, siempre sangre,

Yo era. Yo era simplemente
antes de ver esa sangre.
Ahora soy, estoy, completo,
desamparado, ensordecido,
demasiado muerto para poder, después,
ver con serenidad ramos de rosas
y hablar de orquĂ­deas.

Yo soy testigo de esa sangre,
de esas palomas, de esos geranios,
de esos ojos con sal,
de aquellos mustios vientres
y sexos apagados.
Yo soy, testigo muerto, testigo de la sangre
derramada en España,
reverdecida en MĂ©xico
y viva en mi dolor.