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Pedro Luis Menéndez




Canto de los niños de Sarajevo



Hoy trece de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o esa niña que mira y que no entiende
y toma notas cuando explico a Manrique
y luego, cuando al fin suena el timbre,
mira con otros ojos la luz
de un compañero que espera en el pasillo.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél que en la voz
profunda de la noche llama a su madre
y tiembla contra el miedo
y se protege cubriendo su cabeza
con la almohada aguardando
ese gesto necesario de una mano
que aquiete la negrura.
Podría ser aquél que sueña en este otoño
con crecer como todos los demás
de su equipo y que nadie se ría
cuando sale a la cancha el último
minuto sólo si van ganando,
como un premio a su espera en el banquillo,
pero nadie le pasa los balones
aunque al llegar a casa vaya y diga
a su padre: hoy jugué el segundo
tiempo y ganamos por mucho.
Podría ser el niño que en la calles
de Arcos espera haciéndose unas risas
a los guiris para sacarse los duros
que nadie puede darle en su casa encalada
y cuando vuelve su madre le da un beso
y le dice: cada día te pareces más
a tu padre, anda para dentro.
También podría ser aquella niña
que encontré hace ya muchos años,
en el dulce verano del setenta nueve
o del ochenta, en un bar de Melilla
y que no mendigaba y sonreía
y a la que su madre, seguro que su madre,
le había puesto unos cordeles en lugar
de pendientes para que no se le cerraran
los agujeros de las orejas.
O su hermano pequeño, el inválido
que se arrastraba por el suelo
y te tiraba del pantalón ofreciéndose
a limpiarte los zapatos por la voluntad,
y al que aquellos cabrones le daban
un duro o despreciaban o simplemente
pasaban de él porque parecía medio
gitano o medio moro. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos
cuando le di cincuenta pesetas y creyó
ver el cielo, y se humillaba y me daba
las gracias en lugar de clavarme un cuchillo.
Podría ser aquella otra niña que ensayaba
su baile en las fiestas del colegio
y se acercó a pedirme hablar
por el micrófono y me preguntó quién era
con los ojos más puros que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Angel que murió de leucemia.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos podrán llorar.
En su caja pequeña de madera el padre de su madre
colocará su cuerpo con cuidado y rezará
una oración sin atreverse a maldecir al cielo.
Las vecinas abrazarán a la madre durante
toda la noche con ese valor que sólo poseen las mujeres.
Esta misma noche los corresponsales extranjeros
tomarán sus copas como siempre
en el bar del Holiday Inn y yo veré
una película por televisión antes de dormir tranquilo.
Pero, ¿qué estarán haciendo los generales?

Hoy catorce de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o ese niño grandote que se emborracha los viernes
cuando se siente libre y grita por las calles y vomita
la maldita ginebra de garrafa que algún
desgraciado le vende como si fuera buena
aunque sea un menor, y todavía se justifica
diciendo que con los impuestos no puede
mantener el bar ni contratar camareros fijos,
cuando lo que de verdad le preocupa
es cambiar de coche y que sus amigos
vean que prospera.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél al que nadie
escucha, al que todos ponemos los suspensos
y su padre le atiza cuando llegan las notas
y él sólo sabe que no entiende la vida,
y poco a poco sin saberlo
en su corazón ya no queda ni el odio.
Podría ser aquél que sueña en este otoño
con que su hermano grande lo proteja
en el patio y que nadie se meta con él
que sólo quiere jugar con los mayores.
Podría ser el niño que en las calles
de Oporto me ofrecía botellas
de Chivas a buen precio y relojes
tan falsos como su voz de adulto
que finge su misterio de comerciante
hábil y que, al caer la tarde,
volvía hacia su barrio andando por callejas
inmundas y silbando una canción
de negros que caminan por callejas
inmundas y que ofrecen botellas
a buen precio y relojes robados.
También podría ser aquella niña
que en un mes de septiembre caluroso,
a la pura luz del mediodía en Granada,
malvendía claveles tan resecos
que en sus manos sucias no parecían
flores, y sonreía imitando
las gracias de su madre y sus ojos
ya no eran de niña.
O su hermano pequeño, el que observaba
el negocio sentado al pie de la verja
de aquel restaurante camino
de la Alhambra, y daba palmas
y corría para advertirme de un espacio
en el parking y tendía la mano
y me decía: no se preocupe, señor,
yo se lo cuido. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos
cuando aquel madrileño que bajaba
del Patrol con la rubia teñida
con aires de marquesa
le gritó desde el alma: niño, quita de ahí
que te doy una hostia.
Podría ser aquella otra niña que agitaba
su manita dulce sin conocerme
desde los hombros de su padre
jugando a los saludos y ocultándose luego
entre risas pequeñas
con los ojos más limpios que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Victoria que murió de silencio.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
guardarán en su memoria. La madre de su padre
recordará a su hijo que se encuentra en el frente
y rezará sin palabras maldiciendo a los cielos.
Los vecinos beberán sin descanso durante
toda la noche con ese dolor que sólo poseen los que tiemblan.
Esta misma noche los soldados de las colinas
cantarán como siempre y yo seguiré
leyendo una novela antes de dormir tranquilo.
Pero, ¿dónde estarán los generales?

Hoy quince de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o esa niña que espera en la Casa de Campo
a que un hombre cualquiera se detenga
ante ella, la mire con lascivia, la sopese,
la huela y le diga que cuánto por un francés
sin goma, y ella dude y se piense
que mil duros son muchos por un riesgo
pequeño y se suba con miedo
y se pierda en la noche.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél al que todos corean
porque es tonto desde su nacimiento y no sabe
escribir y apenas lee, y casi habla gangoso
para colmo de tantas carcajadas
que le caen encima cada vez que pisa las calles
de su pueblo, y al que los de la última
quinta dejaron en pelota y ataron
a un árbol de la plaza hasta que, al alba,
sus llantos despertaron a su madre que vive
en una mala casa casi a más de dos leguas.
Podría ser aquél que sueña en este otoño
con la niña que ha visto en el quiosco
del parque comprándose unas pipas con su corro
de amigas y que mira a los grandes,
y aunque él ni siquiera reconoce su nombre
entre los nombres todos que se oyen a veces
sabe ya que es la suya, la que aguarda
en su sueño de las noches felices
y se acerca y le besa
y le dice: soy Carmen; no me dejes, Antonio.
Podría ser el niño que en las calles
de Cádiz me ofreció chocolate y me guiñaba
cómplice enseñándome el costo
en un papel de plata desgastado en su mano,
y después de unas horas me contaba
los cuentos de sus viajes en barca con su padre
y su tío, y su madre en la playa
y su abuela y sus primas descargando
los fardos en las noches sin luna
y ganándose el hambre.
También podría ser aquella niña
que encontré hace poco en un abril de lluvia
y de nostalgia en una acera de Valença
do Minho pidiéndome pesetas
y no escudos: español, español, ¿tienes
pesetas?, y sonreía con su vestido roto,
descosido y escaso, empapada
del agua que nos caía encima.
O su hermano pequeño, refugiado
en el quicio de una puerta, que esperaba
y cogía la moneda y corría cruzando
por el parque al pie de la muralla, y llegaba
riendo y enseñaba a su padre sus manos
y entre ambos contaban
el salario del día. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos
cuando aquel guardia inútil se dirigió hacia ellos
ante el dedo extendido de una turista infame
y se quedaron quietos,
y el pequeño lloraba.
Podría ser aquella otra niña que esperaba
en la fuente y que buscó
mi ayuda para llegar al agua
con los ojos más claros que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Luis que murió de otra muerte.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
dedicarán un pensamiento. Sus hermanos
aguardan en el cuarto del fondo
a que todo se cumpla y alguien diga
es la hora de bajarlo a la tierra.
Sus primos y sus primas se abrazarán con rabia
y jurarán venganza contra el mundo
asesino. Mientras tanto, su imagen atraviesa
satélites, se disuelve en el día común
de nuestra vida, se desvanece solo
frente a lo más urgente y en este mismo aire
que sin él respiramos y en esta misma noche,
contemplando la luna como en tantos octubres,
los corresponsales extranjeros, los soldados
de las colinas y yo tomaremos una copa
antes de dormir tranquilos.
Pero, ¿dónde se ocultan los generales?

Hoy dieciséis de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o ese niño que pasa por las calles
riéndose de todo, insultando
a los viejos, torciendo en un mal gesto
su jeta endurecida que roba bicicletas
y en cada noche larga recorre las ciudades
a lomos de la prisa buscándose
un mal rollo que lo lleve hasta el alba
y lo ayude y le diga soy el amo
de todo hasta de mis pies pequeños.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél que ha visto
más allá de la vida lo que no ha visto
nadie y en cada noche larga ya ni reza
siquiera porque su padre llegue
y no pegue a su madre.
Podría ser aquél que sueña en este otoño
con buscarse la vida y ser mayor
y hacerse una casa muy grande y tener
muchos perros y millares de amigos
y no perderse nada de lo que el mundo
ofrece y en cada noche larga
sentarse a contemplarlo.
Podría ser el niño que en las calles
de Londres me señaló a su madre
tendida en los cartones de un portal de oficinas
y me llevó después, por la acera
de enfrente, de San Martín al río
y sin volverse nunca ni siquiera lloraba,
y en cada noche larga se me viene la imagen
de esa mujer perdida entre aquellos
cartones al pie del edificio señorial
que ostentaba en un cartel pequeño
su oferta de futuro: se vende
por un millón de libras.
También podría ser aquella niña
que me encontré un verano distante
ya en el tiempo por la playa
de Biarritz recogiendo papeles, buscando
entre los restos que los demás tiraban
atenta a cada olvido
y que tenía prisa por crecer y olvidarnos
y perderse y huirse
y vestirse con lujo y mirarnos de lejos.
O su hermano pequeño, que parecía
loco y chillaba imitando la voz
de las gaviotas y sacaba
la lengua y escupía en el suelo
del paseo marítimo riéndose
del aire. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos
cuando aquellos don nadie que bebían
su cola sentados con su padre
en una de las mesas de la terraza baja
lo echaron a patadas.
Podría ser aquella otra niña que jugaba
en la calle a la cuerda
y reía a mi paso
con los ojos más ciertos que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Marcos que murió sin pulmones.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos podrán llorar.
Pero, ¿qué estarán haciendo los generales?

Hoy diecisiete de octubre de este año azul
en Sarajevo ha muerto un niño.
Podría ser el hijo que no tengo
o ese niño que llora en este instante
en que tú lees y yo escribo, el niño
desnutrido, el niño
sin palabras, el que huyó de su casa
o el que no tiene a nadie, el que no tiene
raza ni nombre ni misterio
ni siquiera una sombra para llegar
a alto y decirnos que gime
y que no nos perdona.
En Sarajevo ha muerto un niño
que podría ser aquél que ha bajado
a la playa y juega con la arena
y se acerca a la orilla, y respira
agitado y se pierde en sus silencios
de niño frente a la mar enorme.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
guardarán en su memoria.
Pero, ¿dónde estarán los generales?

Podría ser aquél que sueña en este otoño
con la vida más larga que un hombre
haya soñado, y se para
en la noche y en su cuarto de niño
se sonríe y se crece.
Podría ser el niño que en las calles
del tiempo corría en el pasillo
los miles de kilómetros del mundo,
estaba una vez don gato
sentadito en su tejado, el sillón
de la reina, el gordo que se comió
el huevo, el que lo encontró
y el que fue por leña, el aserrín
y el aserrán, la m con la a “ma”.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
dedicarán un pensamiento.
Pero, ¿dónde se ocultan los generales?

También podría ser aquella niña
que golpeaba los ríos de la oscuridad,
procesiones en niebla brotando
entre temblores a lo largo del muro
y la banda de clarín y los soldados firmes
y aquellos penitentes ocultos
en toda su negrura amenazante.
O su hermano pequeño, sentado
en el pupitre, qué ansiedad cada día,
la sucesión de vómitos al pie
de tanta infancia maldita de silencios,
el ruido de la vara brutalmente
en el aire, rezad conmigo
con los cuerpos dulcísimos de todas
las mañanas heladoras, los niños
mártires con la cara sin sol en la habitación
sombría, la maldad original de los cuerpos
dulcísimos, la sucesión de vómitos
al pie de nuestra infancia. Sólo yo sé
la vergüenza que sentí ante sus ojos.
Podría ser aquella otra niña que corría
en la calle de camino a su casa
y se paró un momento para saber la hora
con los ojos más libres que yo he visto en mi vida.
O la sombra de Paula que murió del pasado.

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos podrán llorar.
En su caja pequeña de madera el padre de su madre
colocará su cuerpo con cuidado y rezará
una oración sin atreverse a maldecir al cielo.
La madre de su padre recordará a su hijo
que se encuentra en el frente y rezará sin palabras
maldiciendo a los cielos. Sus hermanos
aguardarán en el cuarto del fondo
a que todo se cumpla y alguien diga
es la hora de bajarlo a la tierra.
Pero, ¿qué estarán haciendo los generales?

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
guardarán en su memoria. Las vecinas
abrazarán a la madre durante toda
la noche con ese valor que sólo poseen las mujeres.
Los vecinos beberán sin descanso durante toda
la noche con ese dolor que sólo poseen los que tiemblan.
Sus primos y sus primas se abrazarán con rabia
y jurarán venganza contra el mundo asesino.
Pero, ¿dónde estarán los generales?

En Sarajevo ha muerto un niño al que pocos
dedicarán un pensamiento. Mientras tanto, su imagen
atraviesa satélites, llega a todos nosotros
en este mismo aire que sin él respiramos
y esta misma noche, al filo de su ausencia,
los corresponsales extranjeros tomarán sus copas
como siempre en el bar del Holiday Inn,
los soldados de las colinas cantarán como siempre
y yo veré una película por televisión
y seguiré leyendo una novela y tomaré una copa
preguntándome: ¿dónde se ocultan los generales?,
¿por qué no mueren nunca los generales?