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Omar García Ramírez




De los regresos al jardín de las delicias



Yo iba orinando
contra los tótems místicos que abundan en el cosmos.
Huyendo de un pastor de lobos
que anhelaba con frenesí
mi piel de león en la pradera de la galaxia.
Escondiéndome en el hedor de las cantinas religiosas
en donde el vino era santificado
y todos los feligreses tenían los ojos rojos de la felicidad
como tus ojos rojos de luna enferma
y tenían tu almizcle de zorra
bajo las ojeras de la media noche.

Yo venía saltando de mata en mata
detectando obstáculos como un murciélago drogado
bañándome en pozos de ácido lisérgico y arena selenita
y ayunando en las condiciones objetivas de cada día estelar...
Con mis barbas luminosas y mis virtuales libros,
con mi locura a cuestas yo c
a
í
a.

Entonces
en el último peldaño de la escala tierra
te vislumbré, no sé si te soñé
pariendo un ovo-vimana en el desierto,
sobre un ramo de girasoles ingrávidos
y te vi depositarlos en mi tumba, anterior a otras tumbas,
y tus ojos de ámbar egipcio, transparente vino tinto
sobre mis ojos de cronista caldeo en retirada.

Me uní a tu sueño...
Caminábamos en caravana hacia la tierra del fértil creciente,
tus cabellos claros como ríos contra la sed y la arena,
mantenían a raya el desaliento
y alegraron los anocheceres de aquellas heladas lunas.
Te descubría junto a la hoguera
o cuando cantabas con las otras mujeres
al ritmo de cuernos de caza y tambores de corteza,
/ dulces melodías de esperanza.
Varias veces me crucé contigo en el camino,
pude sentirme humano cuando tus ojos me miraron.
Tus ojos claro lapislázuli, estrella de agua fresca,
y comprendí a los que cayeron primero y se mezclaron,
y esa extraña palabra, ese vocablo mágico...El amor.
una noche nuestras manos se encontraron
en un cántaro de agua
nuestras miradas contemplaron un ígneo cometa,
tu palidez alba desnuda alegró mi despertar en el desierto.

Aquella marcha nunca llegaría a su destino
y tú desapareciste el día que murió Ramses I
tras las dunas de un sol
que calcinaba a su pueblo predilecto.

Entonces fui convocado por los ángeles rebeldes
que luchaban contra el demiurgo
en su propio universo ilusorio.

Regresé luego durante la primera empresa
buscando el secreto de la bomba luminosa
y escapaba de unos hombres que querían degollar a otros hombres.
Llevaba una cruz como mi padre;
no era una cruz para la muerte
era una cruz para la vida.
Anuncié buenas nuevas para la gente nueva
en las plazas de mercado, en los garitos suburbanos, en los puertos de Buenaventura
y en los negocios de especias en Maicao.
En el cerro de Montserrat y en las cuevas de Sacromonte;
Traía en las manos las iniciales de tu nombre
y una cadena de oro con las pupilas carcomidas de tu dios.
Caminaba con mis sandalias de cuero de buey
y parecía un buey de tanto arar tu espera
sobre los caminos enlodados de la tierra.
Conocí a Pedro y a José
y una hermosa hetaira llamada Magdalena;
por aquellos días estaban de moda las catapultas y yo con mi rayo láser escondido bajo el sobaco.

Las cosas perdieron interés
cuando crucificaron a un profeta
que había renunciado al reino de este mundo.

Pasaron quince siglos...
y volví a encontrarte cerca de un castillo,
borracha de doce lunas, vestida de seda blanca y un lirio azul silenciando tu boca...
Poco después, nos refocilamos sobre una cama olorosa a limón y mermelada y estallaba de la risa cuando tú te comías mis libros sagrados y los pulverizabas para hacer pastelillos del Nilo,
mientras nos dábamos a los secretos primordiales
de la física del amor.

Juramos no repetir la historia
y pasábamos las horas del crepúsculo caminando por las playas normandas
comiendo langostinos en salsa y bebiendo vinos delicados que aderezaban los perfumes de nuestras pieles castañas.
Pero...
Las estructuras de los castillos se sacudieron,
las ventanas se cayeron de sus marcos
llegó la muerte acompañada de peste, de tormenta y de diluvio.
Te perdí a ti y a dos de mis mascotas preferidas
y me obligaron regresar hasta que bajaran las aguas de aquella furiosa marea atlántica.
Después del tiempo aquel
regresé con la misma edad 33 años,
para ser santificado por tu amor
y tu amor era un montón de piedra muerta.
Una laguna que agonizaba... Tu ciclo había terminado.

Entonces me dediqué a recordarte para el bien de mis estrellas, en el puerto bengalí de Ali Banglass,
comiendo pescado frutas y algas frescas que traían los pescadores chinos,
jugando a las cartas con los estibadores,
encantando serpientes venenosas,
sacándole los ojos a los mercaderes sefarditas,
acostándome con las mujeres de los fariseos,
y conocí a Omar Kayam y a su secta de fumadores de amapola.
Me hice poner un diente de oro
y arrojé al mar mi arete de silicio
y ellos perdieron la pista y me olvidaron.

Veraneé en las playas de Haití,
me amotine en las plazas de Belgrado,
conocí los secretos del hachís con Rimbaud en Montparnasse.
Participé en la marcha de la sal con Gandhi y en la gran marcha con Mao.
Me convertí en un vago intemporal, un voyeur cósmico
que observa con ironía como estos destruyen hoy murallas las mismas que ayer construyeron fervorosos.
Me di cuenta un poco tarde
que no valía la pena llevar flores a los muertos que danzan eternos sobre el jardín de las delicias.