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Rogelio Saunders



Desexilio de Diógenes



Me escapé
del interminable
cañaveral,
y ahora estoy
mirando la
oigopa
de antiguos parapetos,
los
pastos verdes sin fin
bajo los cuales
sin duda
fluyen también
el silencio
el olvido
y la sangre.

Nada cesa
aquí
donde todo
de algún modo
ha muerto.
Hay un pueblo invisible
bajo los rieles.
Canciones nocturnas
que ascienden
como fuegos fatuos.
El rastro
de fuego
de la poesía
es un gran peso muerto. El
insonoro cadáver
que arrastra un pálido
asesino,
indigno del antiguo
y fiero
oficio
del guardabosques.
No hay ninguna hacha
enterrada
bajo los abedules.
Sobre el relumbre indiscreto
del paisaje
fluye, como una marquesina,
la vieja
consigna: Tempus fugit.
Rostros antiguos
y vacíos. Excavados
por una angustia
demasiado
sostenida,
por un sueño
demasiado vasto
y confuso
y sórdido. El
sueño del corazón
hinchado
por el ansia romántica.
El tullido
yo errante de las alcantarillas,
la
indetenible
sombra de nerval con su
desarbolado
albatros-langosta,
pasando junto a un
chansonnier que silba,
último hombre en pie,
soberbio,
con la giganta-niña
a sus pies,
ahíta de semen,
oh noche impar de la hecatombe,
del gran toro ciego que baila
dormido en medio del aguacero,
perplejo entre los barriles que ocultaban
a la gorda dietrich de su amante
tuberculoso y epiceno,
hoy más que nunca tú eres eso,
tú, la charca, la claridad
glauca de la epidemia,
el sol amarillo flotando en la
sorda pupila del judío
de nariz hinchada,
roja contra el cristal sin brillo del bistrot,
grandioso incomprendido vástago del
siempre póstumo
papa goriot
solo en la estepa veloz
con su caspa de hielo y su boca
indescriptible
abierta
y muda.

Ya sé que nadie
podría decirnos
quiénes somos.
Mudos y anónimos
entrechocamos los codos
insomnes
en la barra inexistente
al sordo desleírse de pasos
de caballos
que tampoco existen.
Hay huecos de obuses
por todas partes,
y el brillo dudoso
de las alcantarillas.
Ese hedor temible
hoy sin valor alguno,
al cabo de todas las tragedias.
Como si hubiera
inadvertidamente, advenido
una tragedia última
de colosales
dimensiones
y de
incalculables
consecuencias.
Tragedia
invisible.
Muerte
invisible del hombre,
cambiado en símil,
en puro de
signio nimio. En
tintineante
círculo de latón
que
rota y ríe
callejuela abajo
perseguido
por una muchedumbre
de números.
La gran cara del payaso o
simple
clown de invisibles
rayas. Rayado
por el retardado
sol, caminando
hacia atrás
o
desesperadamente
hu
yendo con
todos los
invisibles otros
de ansiosas
bocas sedientas, de bocas
de guillaume, de caras
rajadas a cuchillo,
distendidas
a fuerza de olvido,
de inimaginable
lentitud
y sequía,
y sueño
de entretelas,
de fulminantes
fardos
caídos a destiempo
y de
fragorosas aceras
que avanzan
hacia el vacío,
llevando enseres
opacos, y listas
agujereadas,
como
artificiosos
restos del día.

Las aves
y las rosas
electrocutadas en los alambres
ladran un discurso
sin sílabas
a la luna de cartón-piedra.
Diógenes ha vuelto
con una linterna
de luz negra.
Lo siguen cinco estúpidos
alabarderos mecánicos
devotos de sturlusson
y su inútil
balbuceo en la estepa,
en el ondulado
zinc de grandes batallas.
El arte de los bardos
ha muerto en la celosía
de los almenares.
No legaremos nada
a nuestros descendientes.
Elevaremos
a magi y sacrum
la imitación
de las bacterias,
pequeños y victoriosos
como siempre
en medio del charcutante
doppeluniversum.
El hilo rojo nos guía
por entre la selva oscura.
Pero también
de él prescindiremos
en el instante
salvaje de la libertad.
Los que deben morir
morirán. Y des-a
parecerán.
Es así. Será así.
Ya tenemos
la mirada rapidísima
de la rata
y el olor eterno
de los suicidas-niños.
Miro el alba
con mi falsa cabeza
de bronce
y mis ojos
completamente redondos,
rectilíneos-esféricos.
Todos los héroes
han muerto.
Las mariposas de hojalata
vuelan con rabia tornasol
sobre la derruida
tumba del ídolo-cometa.
Su risa roja, enorme
mueve con trazo negro la
pésima ola que encalla
una y otra vez sobre la misma
solitaria péndulaymaderamen.
Con increíble
dificultad la insomne
cabeza inicia un canturreo
que acaba en seguida en
gulp
cadavérico.
El sueño del clinamen
tiene los ojos en blanco.
Los adolescentes psicopompos
humedecen sus dedos blancos
en la blancura estremecedora
que empolva los jubilosos
esqueletos.
Sonámbulos, recomienza la danza.
El triángulo vertiginoso.
El agua verde y la luz tendinosa
se cruzan bajo el cerrado improviso.
Los campos negros reaparecen
en lontananza
cantando la guerra y sus torvas
figuras de cartón
apedreadas por el viento.
Pasan los peregrinos silentes
borrachos en la luz negra del alba.
Con fijos ojos de greda
Diógenes mira la hastiada
silueta de la tumba, y el brazo
fantástico que divide
el mar infinito de olas de hielo.
Cruza los pies engualdrapados
en mezclilla, y bebe de la botella
de los condenados,
con el glog-glog con que se escurren
por el caño de plomo y cinabrio
todos los sueños perdidos,
y el lejano
sonido de flauta del cristalero,
tijera en mano,
intraspasable como la hilaza
de ceniza y fría cabeza de muñeco
del laberinto.