De Austin Mora Badilla desde una pausa en su trabajo.
Hoy, mientras tomaba la hora de almuerzo en mi trabajo, fui alcanzado por una certeza tardía:el año ya se había ido y no supe verlo partir.
No ocurrió nada extraordinario.
El pan estaba tibio y el refresco espumiaba en el vaso, el tiempo cumplía su oficio, y sin embargo algo se retiraba de mí con la discreción de lo irrecuperable.
Comprendí entonces que el tiempo no se despide: se ausenta.
Y uno continúa viviendo hasta que la conciencia esa forma lenta de la lucidez
decide llegar.
Pensé en lo vivido no como suma de hechos, sino como sedimentación del alma.
En lo que dolió sin destruir, en lo que permaneció sin prometer.
Pensé, sobre todo, en quienes estuvieron.
No como compañía, sino como permanencia.
Hay personas que no salvan, pero sostienen,
y eso basta.
Pensé en Dios no como respuesta, sino como condición silenciosa: la salud que se mantiene, el cuerpo que consiente seguir, la respiración que acontece sin exigir explicación.
Vivir sin dolor es una gracia demasiado sobria para ser celebrada con estruendo.
Este año me despojó de la ilusión del dominio y me concedió algo más severo:
memoria.
Hoy hice una pausa no para clausurar el tiempo, sino para honrarlo.
Recordar es un acto moral.
Agradecer, una forma de pensamiento.
El año ya se fue.
No lo vi irse porque las cosas esenciales
no hacen ruido. Y yo, en medio de un mediodía cualquiera, aprendí tarde, pero consciente a dar gracias.