Lo perdió todo.
No por desgaste,
sino en un instante que partió el tiempo
en un antes y un después.
Ella creyó —como se cree cuando se es honesta—
que el mundo guardaba algún tipo de equilibrio,
que darlo todo tenía sentido.
Y lo dio.
Dio las horas que no regresan,
las noches sin nombre,
las madrugadas donde el agotamiento
dejó de ser simple fatiga,
Y se volvió un dolor silencioso.
Trabajó cuando la noche se hacía espesa,
cuando el silencio pesaba más que el cuerpo,
cuando la madrugada la encontraba despierta,
con los ojos ardiendo
y la esperanza sostenida apenas por costumbre.
Cada esfuerzo era una promesa,
cada sacrificio una apuesta
a que algo, en algún momento,
valdría la pena.
Pero el mundo no respondió.
Su esfuerzo tocó la realidad
y se volvió desgracia.
Como papel arrojado al fuego,
todo lo que construyó
ardió sin siquiera iluminar.
Lloró.
Y ni siquiera eso le perteneció.
El poderoso tomó sus lágrimas
y las convirtió en cifras, en castigos,
en pruebas de que el dolor ajeno
puede administrarse sin culpa.
Así entendió que hay quienes suben
pisando el cansancio de otros.
La fortuna nunca llegó a buscarla.
Tal vez porque el lugar donde vivía
no figuraba en los mapas,
porque nadie enseñó el camino de salida,
porque a los pueblos sin nombre
la esperanza llega tarde
o no llega.
Ella aprendió, con el cuerpo herido,
que el mundo no sigue reglas claras.
Que esforzarse no salva,
que la bondad no protege,
que el mérito no garantiza nada.
Y aun así, permanece.
No porque no duela,
sino porque doler no la borró.
Porque haberlo perdido todo
no le quitó lo único irrenunciable:
la dignidad de haber dado la vida entera,
día y noche,
incluso cuando el mundo
solo supo devolver desgracia.