Don Roque no era un hombre común.
Era un fenómeno.
El único ser humano capaz de llegar tarde a un lugar al que todavía no había ido.
Se despertaba cansado, no por falta de sueño, sino por el enorme esfuerzo de existir. El despertador sonaba y Don Roque, sin abrir los ojos, negociaba con la vida:
—Cinco minutos más… y prometo cansarme después.
En la cocina, el desayuno siempre era una experiencia nueva. Aquella mañana untó manteca en la axila, desodorante en el pan y el café terminó en la mesa, la silla y un poco en su dignidad.
Observó el desastre con calma filosófica y sentenció:
—El orden es una construcción social.
Preocupado por su salud, fue al médico.
—Doctor, me duele todo —dijo con absoluta convicción.
El médico pidió que señalara dónde.
Cabeza: dolor.
Brazo: dolor.
Pierna: dolor.
El médico lo miró largo rato y respondió:
—Señor, lo que está roto no es su cuerpo… es su dedo.
Don Roque se desmayó.
Al caer, murmuró:
—Entonces el piso también está grave.
Decidido a cambiar su vida, comenzó a hacer ejercicio. Corrió medio paso, respiró como si hubiera escalado una montaña y anunció:
—Listo. Hoy di todo.
En el gimnasio, el entrenador le preguntó cuántas repeticiones hacía.
—Una —respondió Don Roque—, pero la pienso intensamente.
Esa noche quiso cocinar. Puso agua a hervir y se fue “un segundo”.
Volvió una hora después.
El agua había desaparecido, la olla estaba irreconocible y la cocina parecía una advertencia oficial.
—Quería fideos —explicó—, pero se me fueron antes.
Al acostarse, soñó que estaba despierto, soñando que dormía, soñando que llegaba tarde. Se despertó sobresaltado y agradeció estar dormido de verdad.
Entonces roncó.
Roncó tan fuerte que un vecino gritó desde la ventana:
—¡Apagá el motor!
Y Don Roque respondió, sin despertar:
—No es motor… es vocación.
Moraleja:
No todos nacen para hacer las cosas bien.
Algunos nacen para equivocarse con estilo… y reírse en el intento.