La nostalgia me visita
cuando nadie mira.
No entra haciendo ruido:
se sienta
en el borde del silencio.
Trae nombres
que ya no digo en voz alta,
gestos pequeños
que el tiempo no supo borrar.
Una forma de querer
que hoy me sería imposible.
No extraño los lugares,
extraño cómo latía dentro de ellos.
Quién era yo
cuando aún no me protegía del mundo,
cuando el dolor no tenía método
ni el miedo argumentos.
Perdí cosas
para conservar otras.
No todas se ven.
No todas saben explicarse.
Algunas solo se sostienen
si no las nombro.
Hay recuerdos que no duelen,
pero cansan.
Pesan como una verdad
que no necesita defensa.
Me recuerdan
que fui más frágil,
y quizá por eso
más verdadero.
A veces me pregunto
en qué pliegue del camino
dejé esa mirada limpia,
esa manera de estar
sin calcular la caída.
No para volver,
no…
solo para saber
que existió.
La nostalgia no me pide nada.
Solo que no finja.
Que acepte
que algunas partes de mí
ya no regresan,
pero tampoco mueren.
Y entonces respiro.
Y la dejo quedarse un momento.
Porque en su temblor
todavía me reconozco
Antonio Portillo Spinola