Aquellos a quienes el tren se les fue sin ellos
quedaron quietos en la orilla del andén,
con las lágrimas temblando en los párpados
y un pañuelo deshecho entre los dedos,
diciéndole adiós al humo,
como si este gesto pudiera alcanzarlo.
Los que caminan solos por la orilla del tiempo,
con el nombre gastado entre los labios del viento,
guardan en sus manos un silencio añoso,
como si el mundo hubiera pasado de largo
sin aprender a mirarlos.
Hay quienes duermen bajo un cielo que no recuerda sus nombres,
con el estómago hablando en un idioma que nadie traduce,
y el frío entrando en sus huesos
como un huésped que se adueña de la noche.
Hay niños que aprenden el mundo
a través del temblor de sus propios huesos,
dibujando esperanza con un lápiz
que se gasta más rápido que su infancia.
Hay ancianos que guardan su historia
en un puñado de recuerdos deshilados,
como si la memoria fuera una manta rota
que aún intenta darles abrigo.
Y están los caídos,
los que dejaron su nombre suspendido en el aire,
como campanas que nadie escucha
pero siguen sonando en la tierra.
Y nosotros,
que caminamos con los bolsillos llenos de días,
¿qué haremos con su silencio?
¿Seguiremos pasando de largo
como quien evita ver su propio reflejo,
o aprenderemos por fin
a reconocer en sus rostros
la parte nuestra que también tiembla,
la parte nuestra que también espera?
Porque los olvidados
no son otros.
Los llevamos en el alma, adentro,
para recordarnos
que somos humanos,
y que también somos ellos.
Porque olvidar es otra forma de caer,
y recordar es un acto de vida.
—L.T.
Poetas Somos…
12/29/2025