Leoness

A Kasandra

Aquella noche,

bajo un cielo que crujía como vidrio roto,

 el universo entero se contrajo

 hasta caber en los límites de tu piel.

 

Ya no había mundo,

solo el incendio de tu cuerpo,

la piel suave de café tostado,

resonancia de coral en tus ojos reflejada.

 

Te sentí como una isla maldita:

salvaje, devoradora,

una hoguera de pureza blanca

que me marcó mi identidad para siempre.

 

Me arrastré lejos de la arena,

pero mis manos siguen enterradas en ti.

No me fui; me quedé prisionero

en el manglar de tus senos.

 

He comprendido

que no deseo recorrer la tierra,

sino naufragar perpetuamente

en el abismo de tu mirada.

 

Ese rincón oscuro es mi único templo

y mi sentencia, el único lugar

donde la vida me duele lo suficiente

como para saber que estoy vivo.