Había edificios
donde el aire no circulaba.
No porque faltaran ventanas,
sino porque nadie se atrevía a abrirlas.
Adentro se aprendía
el arte de mirar al frente
mientras todo ocurría al costado.
El entrenamiento era simple:
ver sin ver,
oír sin responder,
respirar sin hacer ruido.
A ese lugar le decían trabajo.
Pero se parecía más
a una jaula sin barrotes,
donde uno entraba caminando
y salía igual,
solo que más callado.
Había gestos obligatorios:
aplaudir cuando tocaba,
marchar cuando lo pedían,
repetir palabras
que no habían nacido
ni en la boca
ni en el corazón.
Vi hombres sostener pancartas
como quien sostiene una culpa.
Vi voces fingidas
temblar más que el cuerpo.
Vi amigos llorar
no por miedo,
sino por no poder pensar en voz alta.
Y yo,
en medio de todos,
también empujé,
no por convicción
sino por cuidado.
A veces apreté los dientes
y pedí que siguieran.
A veces los hice entrar en razón
no para obedecer,
sino para que nada peor ocurriera.
Era una forma torcida de dar aliento.
Obligar
para que el día terminara
con todos vivos,
con todos enteros.
Algunos rezaban en secreto
para no tener que elegir.
Otros aceptaban
para que nadie tocara a los suyos.
El precio siempre era el mismo:
una parte del alma
puesta en custodia.
Yo estaba ahí.
Cumpliendo.
Haciendo cumplir.
Aprendiendo a separarme de mí
como quien se sale del cuerpo
para sobrevivir al día.
Desde afuera debía parecer normal.
Desde adentro
el silencio tenía un sonido amargo,
como metal en la lengua.
No grité.
No denuncié.
No escapé.
Me quedé atento.
Sosteniendo a otros
para que no cayeran primero.
Y entendí algo tarde:
hay lugares donde la esclavitud
no necesita cadenas,
solo costumbre
y miedo bien administrado.
Aun así,
en medio de todo,
guardé una luz pequeña.
No alumbraba el camino,
apenas alcanzaba
para no soltar a los otros
en la oscuridad.
Jesús Armando Contreras