Tiré aquel cigarrillo en la calle,
pero el asfalto no merecía
mi contaminación emocional.
La sombra huía,
aferrándose a cada esquina
como si también supiera
que ya no había refugio.
Mi mente rondó la idea absurda
de mirar el cielo desde el puente,
y mi corazón —cansado pero digno—
murmuró con desdén:
no es tu culpa haber confiado.
Qué cobardía
entregar la intimidad
a quienes llamás amistad,
para que luego, a tus espaldas,
se burlen de tu generosidad
y te devuelvan a la soledad.
Muerdo el remordimiento,
pero no lo trago.
Llorar por la basura
no vale la pena
ni siquiera como para recuerdarlo.
Fui tonto al prestar mis minutos,
al postergar lo importante
por dar prioridad a quien no la merecía.
Sentí inferioridad, sí,
pero nunca imaginé
la frívola traición
escondida en carcajadas ajenas.
Me dolió.
Pero decidí seguir solo,
caminar por mi cuenta
y no apostar más mi tiempo
a personas
que no saben qué hacer
cuando alguien se los ofrece una verdadera mano amiga.