Hay un camino que no figura en los mapas,
no lo pisa el cuerpo, lo recorre el alma.
Nace en un silencio pequeño,
en una pregunta que nadie escuchó,
y se extiende como un río invisible
dentro de la cabeza y del pecho.
Por ahí caminan los pensamientos,
descalzos, sin horario, sin permiso.
Algunos avanzan lentos,
cargados de recuerdos viejos
que pesan como mochilas mojadas.
Otros corren,
se tropiezan con el miedo,
se levantan y siguen
como si supieran algo
que yo todavía no entiendo.
En ese camino me encuentro conmigo mismo,
con el niño que fui
y el adulto que intenta nacer.
Hablo con mis dudas,
me siento al borde de una idea
y miro cómo pasa el tiempo
sin poder tocarlo.
Hay pensamientos que brillan
como faroles en la noche,
me dicen: “seguí, no te detengas”,
y hay otros que oscurecen el paso,
que susurran cansancio,
que invitan a sentarse
y olvidar el rumbo.
A veces el camino se parte en dos:
uno lleva a lo que esperan de mí,
el otro a lo que soy cuando nadie mira.
Y ahí dudo,
porque elegir también duele,
porque avanzar siempre implica
dejar algo atrás.
Camino entre preguntas sin respuesta,
entre sueños que todavía no tienen forma,
entre palabras que quieren ser poema
y sentimientos que no saben hablar.
Cada paso es una batalla silenciosa
entre lo que temo
y lo que deseo.
En este sendero aprendí
que pensar también cansa,
que el alma se agota de tanto buscar,
pero aun así sigue,
porque rendirse sería quedarse quieto
en un lugar donde la esperanza no llega.
Y sigo caminando,
aunque no vea el final,
aunque el camino se vuelva confuso,
porque entendí que no se trata de llegar,
sino de no dejar de avanzar.
El camino de los pensamientos
no termina nunca,
solo cambia de paisaje.
Y mientras lo recorro,
me voy encontrando, perdiendo,
rompiendo y armando de nuevo,
hasta que un día comprenda
que este camino, al final,
soy yo.