JUSTO ALDÚ

AMAR AL PRÓJIMO (ensayo)

Amar al prójimo no es un dogma con fecha de nacimiento ni un decreto firmado por una sola religión. Es una idea más antigua que las catedrales, más persistente que los imperios, una palabra que ha sabido cambiar de lengua sin perder el pulso. Sin embargo, a lo largo de la historia, este principio —que debería unir— ha sido utilizado demasiadas veces como frontera, como arma, como excusa para negar al otro. Hoy, lejos de hogueras y tribunales de fe, resulta necesario volver a pensarlo con la serenidad que da la memoria y con la valentía que exige el presente.

 

No debemos negar a nuestros hermanos por no creer en el nacimiento de Jesús ni por no adherirse a los principios del cristianismo. La fe, cuando es auténtica, no necesita policía ni verdugos. La creencia verdadera no se impone: se ofrece, se vive, se testimonia. Convertir la fe en un criterio de exclusión es traicionar su esencia, porque el amor al prójimo no pregunta credenciales teológicas antes de tender la mano.

 

Conviene recordarlo: amar al prójimo no fue una invención exclusiva del cristianismo, aunque en sus páginas haya encontrado una voz potente y conmovedora. Antes y después de los Evangelios, otras tradiciones ya hablaban de compasión, de respeto, de no dañar, de reconocer en el otro un reflejo de uno mismo. El judaísmo lo proclamó como ley; el budismo lo entendió como compasión universal; el hinduismo lo tradujo en la no violencia; el islam lo expresó como reciprocidad ética; el confucianismo lo formuló como regla de convivencia. El cristianismo heredó ese río y lo llevó a un punto radical: amar incluso al enemigo. Pero heredar no es poseer en exclusiva.

 

El problema surge cuando una verdad espiritual se disfraza de poder político. La historia es clara y, a veces, brutal. No estamos en los tiempos de la Santa Inquisición, cuando cientos —miles— fueron condenados a morir en la hoguera bajo la acusación de herejía. No fue un fenómeno aislado ni limitado a un solo territorio. Ocurrió en la vieja Europa y también en América durante la Conquista. El llamado “hombre blanco” llegó con una Biblia en una mano y la espada en la otra, predicando amor mientras sembraba miedo, hablando de salvación mientras destruía culturas enteras.

 

Ese pasado no puede borrarse con silencio ni justificarse con excusas piadosas. Recordarlo no es un ataque a la fe, sino una defensa de su dignidad. Porque cuando el amor al prójimo se convierte en imposición, deja de ser amor y se transforma en violencia revestida de palabras sagradas. Ninguna religión sale intacta de ese proceso; todas pierden algo de su alma.

 

Hoy, afortunadamente, esos tiempos pasaron. Ya no vivimos —al menos oficialmente— bajo tribunales religiosos que deciden quién merece vivir o morir por lo que cree. Sin embargo, persiste una inquisición más sutil: la del desprecio, la del juicio moral, la de la exclusión simbólica. Se sigue negando al otro por no creer lo mismo, por no rezar igual, por no llamar a Dios con el nombre correcto. Cambiaron las llamas, pero no siempre la intolerancia.

 

Amar al prójimo, en el siglo que habitamos, exige algo más que palabras bonitas. Exige reconocer que la diversidad de creencias no es una amenaza, sino una evidencia de la complejidad humana. Exige aceptar que nadie posee la verdad completa y que toda fe auténtica convive con el misterio. Amar al prójimo es entender que el otro no está obligado a creer como yo para merecer respeto, justicia y dignidad.

 

El cristianismo, si desea ser fiel a su propio mensaje, no puede levantar muros donde su fundador habló de misericordia. Jesús no preguntó por doctrinas antes de sanar, ni por credos antes de sentarse a la mesa. Su gesto fue siempre hacia el margen, hacia el excluido, hacia el diferente. Negar hoy al no creyente en su nombre es una contradicción que pesa como una sombra larga.

 

Amar al prójimo no significa renunciar a las propias convicciones, sino renunciar a la violencia que a veces se esconde detrás de ellas. Significa comprender que la fe no se defiende con espadas ni con insultos, sino con coherencia, humildad y compasión. Significa, en última instancia, aceptar que el prójimo no es solo quien cree como yo, sino también —y sobre todo— quien no lo hace.

 

Tal vez amar al prójimo sea esto: un acto de desarme interior. Soltar la hoguera, bajar la espada, cerrar el tribunal y abrir la mesa. Reconocer que esos tiempos oscuros pertenecen al pasado y que insistir en ellos, aunque sea en versión simbólica, es repetir un error que la historia ya nos mostró con sangre. Amar al prójimo es elegir, por fin, no condenar en nombre de Dios, sino convivir en nombre de la humanidad.

 

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