En un reino de sombras caídas,
donde el eco suplanta al sol,
llegaste tú, aurora encendida,
a pintar de fe mi dolor.
Tu luz rompió viejos juramentos,
la noche huyó sin dirección;
pero aún en mis pensamientos
habita un resto de destrucción.
Tus ojos —dos mares sagrados—
me invitan a naufragar;
y aunque en ellos fui perdonado,
no sé si aprendí a amar.
Tu voz… campana que hiere,
vibra en mis horas sin fe;
ni el viento cuando me muere
se atreve a callarte, mujer.
Tu aroma… néctar divino,
me eleva y luego me olvida;
como un dios que, en su camino,
bendice y deja heridas.
Tu piel, jardín de promesas,
refugio de luna y temor;
si la toco, mi alma reza,
pero sangra de tanto amor.
Y aunque el tiempo se arrodilla,
aunque el mundo nos miró,
solo tú quedas erguida,
y yo… me inclino ante lo que fui yo.
He amado en ruinas y en fuego,
he creído en besos fugaces;
dejé mi alma en su juego,
y solo hallé disfraces.
En cada promesa rota
naufragó parte de mí;
y aunque el alma se me agota,
todavía creo en ti.
Quisiera que en tu mirada
mi fe hallara reposar;
mas el amor no se implora,
ni se puede mendigar.
Por eso callo… y respiro,
viendo al tiempo caminar;
tú sigues siendo mi delirio,
y yo, sombra de lo que quise amar.