Confesión del Océano
Si yo fuera el mar, tendría un azul profundo que cambia con el ánimo del cielo inmenso y alto.
Custodiaría secretos antiguos bajo mi espuma, barcos dormidos y ciudades calladas de otro tiempo.
Mi cuerpo sin fin acariciaría con furia o calma todos los confines pedregosos del ancho mundo.
Daría un rumor eterno de cuna a los que sueñan cerca de mi playa de arena suave y dorada.
Mi hondura sería un camino sin retorno para la luz del sol que se ahoga en mi seno.
Si yo fuera el mar, sería un caminante sin pies que recorre sin mapa su propio reino de sal.
Mi aliento frío levantaría murallas de agua que rugen contra los acantilados testarudos y grises.
En mi interior vivirían criaturas de plata y sombra, danzando en la quietud verde de mi casa sin techo.
A veces sería un espejo tranquilo que devuelve nubes, estrellas fugaces y la mirada del faro.
Otras veces, mi corazón se llenaría de espanto, lanzando mi rabia contra todo lo que se acerca.
Si yo fuera el mar, mi regalo sería la arena, ese polvo fino que nace de mi fuerza constante.
Tallaría con paciencia la costa dura y bravía, moliendo montañas hasta convertirlas en cristal.
Dejaría como ofrenda en la orilla caracolas, restos pulidos de madera y huesos de caliza.
Mi trabajo no cesa ni de día ni en la noche; siempre tallando, siempre moviendo, siempre creando.
No tendría prisa alguna para terminar mi obra, pues el tiempo es un aliado que nunca me abandona.
Si yo fuera el mar, sería padre y madre a la vez: cuna y tumba, principio y final del largo viaje.
Daría alimento al pescador con redes gastadas y sustento a las gaviotas que surcan mi rostro.
También guardaría en mi silencio más absoluto a los valientes que perdieron la lucha conmigo.
Mi canción arrullaría a los niños en la tierra, pero mi abrazo sería frío para el navegante.
Comprenderían al verme que la belleza es vasta y que en ella habita un peligro antiguo y sereno.
Si yo fuera el mar, mi humor lo marcaría la luna, esa compañera pálida que tira de mi sangre.
Cuando ella llena su rostro plateado en el cielo, mi corazón se agita en un baile de mareas altas.
Cuando ella se esconde, yo respiro más despacio, y mi superficie se vuelve un cristal casi quieto.
Así marcaría el compás de los días y los meses, un latir cósmico y húmedo para este planeta.
Todos sabrían que tengo mis horas y mis ritmos, que no soy dueño completo de mi propia furia.
Si yo fuera el mar, no podría tener un amigo, pues soy un desierto líquido, solo en mi grandeza.
Las costas son el límite que nunca podré cruzar, la frontera que me contiene y me define siempre.
Ansiaría con toda mi alma poder besar los bosques, acariciar las raíces de los altos y verdes pinos.
Pero mi destino es chocar, retroceder y esperar, lamiendo siempre la misma herida de la ribera.
Mi existencia sería una soledad monumental, poblada solo por ecos de mi propia voz salada.
Si yo fuera el mar, me confundirían con el cielo, pues copiaría su azul, su gris y su arrebol.
Sería un trozo de firmamento caído en la tierra, un universo al revés con estrellas de escama.
Los poetas mirarían mi horizonte confundido y no sabrían decir dónde acabo y él empieza.
Esa sería mi gloria y también mi condena clara: ser el eterno reflejo de otro, nunca yo mismo.
Y en las noches sin luna, me fundiría por completo con el negro manto infinito que hay sobre mi lomo.
Si yo fuera el mar, sería un juez implacable y justo, pues desgasto con igual tesón la piedra y el barro.
No tendría preferencia por un rey o un mendigo; todos reciben mi caricia o mi golpe severo.
Mi memoria estaría hecha de capas de arena, cada grano una historia que ya nadie recuerda.
Por eso avanzo y retrocedo con tanta constancia, buscando y borrando las huellas sobre la playa.
Soy la clemencia que borra y la fuerza que esculpe, un poder sin moral que solo cumple su ciclo.
Si yo fuera el mar, sentiría envidia del río, ese hijo inquieto que corre directo a mis brazos.
Él tiene un principio claro, un nacimiento de nieve, y un camino marcado por el valle y la cuenca.
Él puede ser vadeado, puede ser contenido, puede mirar de cerca las flores de la orilla.
Yo no tengo ese rumbo; soy camino y soy meta, un círculo completo que no sabe de fuentes.
Recibo todos los ríos y aun así tengo sed, la sed infinita de ser todo y no ser nada.
Si yo fuera el mar, al final entendería algo: que mi grandeza está en ser la meta de todas las aguas.
Que los ríos, que las lluvias, que el llanto y los arroyos, todos buscan en mi seno su disolución última.
Soy la paz que se encuentra al dejar de ser uno mismo, el abrazo amplio donde toda identidad se pierde.
Por eso canto con voz grave a los que me escuchan, una canción sobre el fin y sobre el comienzo eterno.
Y aunque nunca tocaré el cielo que tanto imito, en mi fondo oscuro guardo la luz de todos los soles.
—Luis Barreda/LAB
Los Angeles, California, EUA
Diciembre, 2025.