El viento de la ciudad sopla como de costumbre, mientras la gente se amontona tras vidrios empañados. Hay un estrépito de risas que a mi puerta no se acerca, y un brindis que resuena en los hogares de los otros lados.
Miro mi mesa desierta, este desierto de madera y frío, donde la angustia se sienta a cenar sin haber sido invitada. Duele el contraste del abrazo ajeno con este vacío mío, y la fiesta del vecino que me hace sentir que no soy nada.
Es un puñal de colores cada luz que en la calle brilla, una burla de paz en una noche que me encuentra roto. Mientras las familias se unen en su orilla, yo naufrago en el centro de este silencio remoto.
Recuerdo aquellas mesas de mi adolescencia, los amigos que me buscaban para no dejarme solo. A ellos les doy las gracias por haberme dado vida, aunque hoy sus sillas vacías sean mi único consuelo.
Ellos me reservaron un lugar cuando el mundo era joven, un espacio que hoy el olvido se empeña en devorar. Brindo por esos recuerdos antes de que se borren, mientras aprendo a aceptar que hoy me toca sangrar.
Que sigan con su alegría de manual y sus ritos de vitrina, que yo me quedo con mi verdad, aunque sea amarga y fría. En esta noche de ausencias, donde la pena camina, mi soledad es el único banquete que todavía es mío.