Amar la vida es
cuidar los pasos que damos.
Saber lo que proyectamos
y queremos.
Ser uno mismo,
aceptarse.
Amar la vida,
es amar al otro,
amar la naturaleza
con toda su existencia que es…
diversa y divergente.
Tener conciencia plena
de la interacción conmigo,
con otros y con todos;
saber que mi existencia
no se reduce a la unicidad en el universo
– aunque yo sea único –.
Que mi conciencia
esté clara que vivo
en conexión directa o indirecta,
tangible o intangible,
con todo lo que me rodea.
Amar la vida,
es más que una simple palabra emotiva.
Amar la vida,
es pensar que vivo para algo,
para alguien,
para muchos o para todos,
en comunión.
Es pensar que sin amor nada soy
y nada tengo;
aunque tenga mucho,
tenga todo
o no tenga nada.
Amar la vida
es reconocerme
en la existencia misma de mi ser
(con mis aciertos y desaciertos).
Es creer
que mi vida es útil
y que vivo para servir,
para oír,
para entender,
para ayudar,
para luchar…
Amar la vida
es reconocer a conciencia
que ella se termina;
que tiene un principio
y que también,
tiene un final;
pero que la idea no se agota
pensando en ese final,
sino,
que se reinterpreta
y se presume vida
mientras no llega a su fin.
Amar la vida
es amar la flor,
el agua,
la lluvia,
los mares,
los ríos,
lagos,
lagunas…
y todo lo que tiene sabor,
color
e imagen a vida…
vida natural,
vida ancestral,
vida cósmica…
Amar la vida
es amarse con toda la fuerza del amor
que hay en el interior
porque,
sin él,
aparece su opuesto,
su contrario
y, quien no sea capaz de amarse a sí mismo
–sin narcisismo, por supuesto–
no será capaz,
tampoco,
de amar a su prójimo.
Amar,
es esa palabra abstracta y compleja
que se vuelve indefinida,
indeterminada
si no se concreta en algo visible y tangible;
algo que se pueda apreciar con los ojos del alma;
algo que pueda dar la certeza que,
el amor,
sale a flote desde las profundidades
de ese mar donde se encuentra escondido;
o bien,
naufragando perdido
sin brújula,
sin dirección,
sin puerto donde anclar
al ir sobre las olas agitadas del mar.
Pero «amar»,
suele ser también
una palabra panfletaria
y útil
para los mercaderes de la mentira,
para los políticos raseros,
amigos del hampa
y de lo ajeno,
de lo tuyo y de lo mío,
de lo que nos pertenece y,
por lo mismo,
el verbo «amar»
también
es una herramienta peligrosa
puesta en la boca del farsante,
del fariseo,
del ególatra,
del manipulador,
del inquisidor,
del ambicioso,
el déspota y
el religioso con sus retahílas
para ganar adeptos sin tener un mínimo de
espiritualidad.
Amar,
no es un mar de ilusiones y emociones
sin enfrentar peligrosas turbulencias
y tormentas porque,
es ahí,
y solo ahí,
donde el amor suele salir
muy cristalino
con toda su fuerza y capacidad
para aplacar soledades
y dolores yacentes
en el alma mía,
del otro
y de todos…
Amar la vida sería la señal de:
no más guerras y genocidios;
no más muertes;
no más pobres y pobrezas;
no más engaños a los pobres.
Amar la vida,
es rechazar
todo lo que huele y sabe a muerte.
Amar la vida,
sería la señal de justicia y paz para el mundo…
Pero amar,
en nuestros días,
es la palabra hueca
que sabe a romanticismo
porque,
lejana
está la luz
que la ilumine
para quienes viven
y caminan en la oscuridad
con sus envidias y ambiciones personales
de poder
y acumulación de capital y,
por tanto,
mezquinas…
Amar,
al final,
puede terminar siendo una palabra…
¡banal!
Todo dependerá
del lugar que se ocupe
en esa relación cotidiana
entre el ser y el deber ser;
entre el ser y el pensar;
entre la idea,
la palabra
y la acción…
El amor a la vida obliga,
en concreto,
a ser coherentes…
Nada sencillo
para quienes presumimos
del verbo amar,
con toda su conjugación
en los distintos tiempos:
pasado,
presente
y futuro…