Te invité una noche,
no cualquier noche,
sino esa donde la mesa
aprende a esperar.
Todo estaba listo:
el pan respiraba,
el vino temblaba en la copa,
y el amor —ese que juraste—
se sentó primero.
Pero no llegaste.
Entonces el tiempo
se volvió escarcha,
y cada platillo
fue perdiendo el pulso,
como pierde el fuego
la palabra no cumplida.
Era Nochebuena
y la casa quedó vestida de ausencia.
Los platos servidos
miraban la puerta
como perros fieles
que no entienden el abandono.
Llegó el amanecer
con su frío despiadado,
pero dolía más
tu indiferencia
que el invierno en los huesos.
Te esperé —
no con los brazos,
sino con el alma cansada.
Y entendí, llorando hacia adentro,
que si ni la madre convoca tu regreso,
¿quién vendrá
cuando ya no esté?
Mis lágrimas
no hicieron ruido;
cayeron hacia adentro,
para que nadie las viera.
Solo el silencio
aceptó la invitación,
se sentó conmigo,
y comimos recuerdos
hasta dejar vacío
el plato del alma.