I. El niño no ha nacido
Hay golpes que no suenan,
porque ya nadie escucha.
Y hay nacimientos que no llegan,
aunque el calendario insista.
Esperamos al niño Dios
como quien espera un milagro en cuotas,
pero viene Amazon,
viene el Black Friday,
viene el moño,
y no viene Él.
No hay pesebre,
hay vitrinas.
No hay pastores,
hay promotores.
No hay estrella,
hay pantallas.
Y yo,
yo que aún creo en la carne temblorosa de la palabra,
me siento en la acera de esta noche
a preguntar:
¿dónde está el niño que llora por todos?
¿Dónde su llanto que partía el mundo en dos
como un pan sin dueño?
No ha nacido.
O nació y no lo vimos.
O lo vimos y lo envolvimos en celofán
para que no nos duela.
Porque es más fácil
adorar una imagen
que cargar un cuerpo.
Más fácil cantar paz
que vivirla.
Más fácil decir “Navidad”
que abrir la puerta.
Y sin embargo,
hay quienes aún esperan.
No al niño de la postal,
sino al que vendrá con fiebre,
con hambre,
con nombre impronunciable,
con la verdad entre los dedos.
Y a ese,
cuando llegue,
no le daremos incienso,
sino abrigo.
No le cantaremos,
le escucharemos.
Y si no llega,
si no llega nunca,
que al menos nos encuentre
despiertos.
II. El niño ya nació
El niño ya nació.
Pero no en Belén.
Ni en la postal.
Ni en el pesebre de yeso que desempolvan cada diciembre
como quien saca una excusa del armario.
Nació en la frontera,
con los pies hinchados de tanto andar.
Nació en la celda,
sin pañales ni nombre.
Nació en la calle,
entre cartones y perros que no ladran.
Y nadie lo vio.
O lo vieron,
pero no lo creyeron.
Porque no traía incienso,
ni estrella,
ni ángeles.
Traía hambre.
Y eso no vende.
El niño ya nació.
Y lo crucificamos con formularios,
con aduanas,
con miradas que no miran.
Le dimos un número,
una bolsa de pan vencido,
una noche sin techo.
Y aún así,
nace.
Nace en la mujer que amamanta en la cola del pan.
En el viejo que canta solo en la plaza.
En el muchacho que limpia parabrisas con los ojos llenos de mundo.
Nace,
aunque no lo celebremos.
Aunque lo confundamos con un mendigo.
Aunque lo llamemos “problema”,
“carga”,
“otro”.
El niño ya nació.
Y no quiere regalos.
Quiere que lo veamos.
Que lo toquemos sin miedo.
Que lo nombremos sin filtros.
Que lo dejemos quedarse.
Y si no lo reconocemos,
si seguimos esperando al niño equivocado,
que al menos el poema
nos acuse.
III. Y sin embargo, lo vi.
No llegó con trompetas.
Ni con estrella.
Ni con pañales blancos.
Llegó con los pies mojados,
con la tos de la intemperie,
con una bolsa de pan duro
y una mirada que no pedía,
sólo estaba.
Y lo vi.
No porque brillara,
sino porque no cabía en el mundo.
Porque su silencio me dolía más que el ruido.
Porque al mirarlo,
me vi.
Estaba en la mujer que vendía café en la madrugada,
con las manos partidas y el acento de mi madre.
En el niño que dormía sobre cartones
como si fueran nubes.
En el viejo que hablaba solo
y decía verdades que nadie quería oír.
No me dijo nada.
No me pidió nada.
Sólo me miró.
Y en su mirada,
todo lo que yo había olvidado:
el hambre,
la ternura,
la justicia,
la herida.
Entonces supe.
No hay que esperarlo.
No hay que buscarlo.
Hay que reconocerlo.
Y eso duele.
Porque reconocerlo es dejar de fingir.
Es abrir la casa.
Es romper el espejo.
Es decir:
“Aquí estoy.
No tengo oro,
pero tengo sed.
No tengo incienso,
pero tengo pan.
No tengo mirra,
pero tengo tiempo.”
Y eso,
eso fue Navidad.
Autora: Norma Cecilia Acosta Manzanares.
Caracas, Venezuela.
Derechos reservados de la autora.