JUSTO ALDÚ

PESEBRES EN FUGA

Se llamaban Tomás y Lucía, y huían como huyen los ciervos cuando el monte aprende a disparar. El país —uno cualquiera de Latinoamérica, con cordilleras cansadas y banderas manchadas de pólvora— ardía bajo la orden de un dictador que exigía fusiles en todas las manos, incluso en las que sabían sembrar, acariciar o escribir. Pero ellos no creían en la guerra: habían sido educados en la paciencia del diálogo, en la fe humilde de que la vida no se defiende matándola. Además, Lucía llevaba el futuro latiéndole en el vientre, redondo y urgente, casi a punto de romper el calendario.

Caminaron días y noches. Pasaron por pueblos donde las puertas se abrían con pan y silencio, y por otros donde el miedo cerraba ventanas como párpados enfermos. A veces dormían bajo techos prestados; otras, bajo estrellas que parecían vigilar como soldados antiguos. El frío se les fue metiendo en los huesos, y cuando las piernas de Lucía ya no respondían, el camino decidió detenerlos.

Encontraron un pequeño claro, un lugar olvidado por la geografía, donde solo había un viejo cobertizo con animales domésticos: gallinas que soñaban con el amanecer, una vaca flaca rumiando paciencia, y el olor tibio del estiércol como único lujo. Afuera, el viento cortaba como vidrio. Dentro, Lucía se dobló sobre sí misma, y el niño —terco, sabio— decidió que ese era el momento de llegar.

Tres vecinos del lugar, alertados por murmullos y por la intuición que aún sobrevive a las guerras, se acercaron. Trajeron mantas gastadas, sopa caliente, pan duro que sabía a salvación. Nadie preguntó nombres ni ideologías. Solo ayudaron. El llanto del recién nacido se alzó como una protesta luminosa contra los cañones del mundo.

Y mientras eso ocurría, al otro lado del tiempo y de la memoria, en un lugar llamado Belén, dos mil veinticinco años antes, José y María velaban a un niño en un pesebre. También había animales, también frío, también pobreza. Tres reyes de oriente llevaban regalos, como si el universo mismo quisiera disculparse por su dureza. Dicen que fue un 25 de diciembre; la fecha exacta se perdió, como se pierden tantas verdades cuando pasan siglos.

Pero en ambos casos —en Belén y en aquel cobertizo latinoamericano— el pequeño llegó a ser grande. Porque hay nacimientos que no solo traen hijos, sino esperanza. Y hay guerras que, sin saberlo, paren a quienes un día aprenderán a desarmarlas.

 

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